La normalización de ETA

ETA
La normalización de ETA

Defender el independentismo y ser independentista es legítimo. También es legal siempre y cuando no lo hagas tirando de violencia, xenofobia, supremacismo o racismo. Aberrantes prácticas que, por cierto, siempre ha practicado el secesionismo catalán, las más de las veces en un cuatro en uno, en un pack en el que las unas llevan a las otras porque se retroalimentan. Primero las implementaron de forma relativamente light capitaneados por el mayor delincuente político de Europa, Jordi Pujol; después apretaron el acelerador con unos gobiernos de la Generalitat que no sólo han perpetrado dos golpes de Estado sino que, además, emplean tácticas a caballo del fascismo y lo goebbelsiano para tener sometida a esa mayoría silenciosa por silenciada que es el constitucionalismo.

ETA siempre fue ilegítima e ilegal. Y cuando digo ETA digo Herri Batasuna, Batasuna, Euskal Herritarrok y todos los estandartes nominales que ha exhibido históricamente esta sarta de malnacidos. Todo lo contrario que un PNV que jamás cruzó la raya que separa la licitud del delito. En el mal llamado mundo abertzale —más que nada, porque abertzale significa «patriota»— ni hay ni había buenos y malos, de la misma forma que tampoco se producía esa dicotomía en el nazismo. El que respalda la eliminación física del adversario político, y no digamos ya el que la practica, es un ser abominable que merece cero respeto y que ha de estar entre rejas en aras del bien común. Con los intolerantes hay que ser intolerante.

Como planteamiento inicial hay que recordar, si es menester hasta el aburrimiento, que ETA ha asesinado a 856 compatriotas, ha secuestrado a unas cuantas decenas, ha cobrado el impuesto revolucionario a miles, ha dejado heridos, mutilados o quemados de por vida a otros tantos y provocó el éxodo del País Vasco de 250.000 personas que temían por su vida y que se negaban a comulgar con el diktat independentista. Por no hablar de los miles de huérfanos que quedaron también por el camino, gente que desde la más tierna infancia se acostumbró a crecer sin su padre y/o su madre porque a estos hijos de la gran perra les vino en gana.

El que respalda la eliminación física del adversario político, y no digamos ya el que la practica, es un ser abominable que merece cero respeto

Que ETA parase la carnicería fue una buena noticia. Indiscutiblemente. Ya no nos despertamos con la sangre derramada de un guardia civil, un policía, un empresario o un concejal del PP o de ese PSOE que ahora de la mano de Sánchez está entregado a los asesinos. Así se escribe la historia. Pero sostener, como acostumbra el tenaz pensamiento único cual martillo pilón, que la banda ha desaparecido es tanto como creer que los niños vienen de París o que Íñigo Onieva será fiel a Tamara. Continúa siendo una triste realidad: sus matones dan palizas en Navarra y en el País Vasco a todo aquel que osa portar una bandera de España o ser fiel a la Carta Magna y las amenazas siguen estando a la orden del día. No matan pero agreden y, desde luego, amenazan, amedrentan y amordazan. La democracia es aún papel mojado por aquellos pagos.

Por todo ello la vileza protagonizada por ¡el presidente del Gobierno! de pactar con Bildu, es decir, con ETA, es imperdonable y será uno de los pecados mortales que lo conducirán al infierno democrático porque para él no hay purgatorio que valga. Recalco, por enésima vez, el perogrullesco hecho de que Bildu no es precisamente el santoral ni Arnaldo Otegi la madre Teresa de Calcuta. Que no por evidente deja de ser imprescindible repetirlo en esta lamentable España de Pedro Sánchez. El hijo de Satanás que ahora  manda en las filas batasunas pegó un tiro en el estómago al ucedista y luego popular Gabriel Cisneros, también secuestró a Javier Rupérez y volvió a repetir la siniestra jugada con el empresario Luis Abaitua. No sólo eso: el Supremo lo señaló como «número 1 de la banda terrorista». Y su lugarteniente es David Pla, el último capo di tutti capide esta mafia cuando aún mataba.

José Luis Rodríguez Zapatero puso en marcha el diabólico proyecto de blanquear a ETA y Pedro Sánchez lo ha llevado hasta el paroxismo. Y eso que el todavía presidente empeñó su palabra en decenas de ocasiones: «Nunca pactaré con Bildu, lo puedo repetir una, cinco o 20 veces». Ahora certificamos con tanta impotencia como indignación lo que jamás imaginamos: a ETA en el Gobierno del Estado. Y al terrorista Otegi riéndose de todos nosotros, de nuestra democracia y, lo que más bemoles tiene, de las víctimas. De las que se fueron y de las que se quedaron.

ETA sigue siendo una triste realidad: sus matones dan palizas en Navarra y en el País Vasco a todo aquel que osa portar una bandera de España

El último botón de muestra lo hemos visto en los Goya con la nominación de la película (Black is Beltza II: Ainhoa) de ese filoterrorista repugnante que es Fermín Muguruza al que otro tipejo, Pablo Iglesias, se dirige como «un grande». Un rockero del montón metido a cineasta de cuchiminí que a punto ha estado de llevarse una estatuilla por una película que constituye toda una apología del mundo etarra. Filme que mitifica, jalea y celebra la fuga de la prisión donostiarra de Martutene de dos peligrosos pistoleros: Iñaki Pikabea y Joseba Sarrionandia. El primero convicto por asesinato, el segundo por secuestro y atentados varios con explosivos. Basura humana, en cualquiera de los dos casos.

Basura humana que se ha paseado por Sevilla como Pedro por su casa y que, experimenta tal nivel de envalentonamiento, que el viernes por la tarde apaleó al delegado de OKDIARIO en Andalucía, Borja Jiménez, al que dejaron marcado el pómulo y la espalda. Hechos que ya han sido puestos en conocimiento de la Policía parte de lesiones en mano. Peor aún es que en la mayor comunidad autónoma de España, donde ETA llevó a cabo 11 atentados, decenas de ciudadanos locales fueran a rendir pleitesía a este nauseabundo personaje donde los haya.

Que el mundo etarra campa a sus anchas lo demuestra otro indignante hecho: la película de este matón ha recibido 200.000 euros en subvenciones de la Lehendakaritza, el Gobierno vasco, pese a que sólo han ido a verla 8.000 personas. Una más que presunta malversación de caudales públicos que, como casi todas, saldrá gratis. Otra burla a la memoria de quienes cayeron a manos de Pikabea y Sarrionandia y a sus familias.

Ya he resaltado que ser constitucionalista en el País Vasco y en Navarra representa aún una actividad de riesgo. Expresarte en libertad por las calles de San Sebastián, Bilbao y Pamplona, por no hablar en esos territorios comanches superlativos llamados Hernani, Mondragón y Rentería, se paga con una amenaza en el mejor de los casos y una paliza grupal en el peor. El problema es que la normalización de ETA ha llegado para quedarse a toda España en general y, manda huevos, a Madrid en particular. Lo contemplamos pasmados en su día con la paliza que propinaron a un antidisturbios durante un Rodea el Congreso, acto de kale borroka que Iglesias aplaudió en su programa rozando el orgasmo, con las pedradas y la cacería a Vox en la Plaza Roja de Vallecas y más recientemente con el recibimiento batasuno a Isabel Díaz Ayuso en la Complutense.

El problema es que la normalización de ETA ha llegado para quedarse a toda España en general y, manda huevos, a Madrid en particular

Sin solución de continuidad, se nos ponen los pelos como escarpias al escuchar a Diego Yáñez, un estudiante venezolano de Políticas en esa Facultad de Somosaguas que hay que reconvertir o cerrar porque es una minirrepública dictatorial en la que la libertad de expresión brilla por su ausencia y en la que la apología del terrorismo está a la orden del día. Este muchacho huyó de su narcodictadura en busca de libertad y se encontró con un horror semejante en Ciencias Políticas. Contó a nuestros Fernán González e Irene Tabera cómo a él y los demás miembros de la asociación Libertad sin Ira —bendito nombre— les amenazan de muerte día sí, día también. Eso cuando los piojosos no les escupen o les llaman «nazis» y «golpistas» con su habitual halitosis.

Yáñez, nuestro pequeño gran héroe de la Complu, efectúa a diario su particular vía crucis al circular por un edificio en el que los pasillos están jalonados de las más delictivas pintadas, «Gora ETA» o «ETA hizo poco», por poner algunos de los ejemplos más bestias, sin que la decana de Ciencias Políticas, Esther del Campo, mueva un dedo, desconozco si por complicidad con los terroristas de baja intensidad o por miedo invencible. Añade el alumno valiente que al inicio del curso 50 encapuchados les rodearon, les robaron la bandera que portaban, escribieron en ella «Gora ETA» y más tarde la quemaron. Pilatos del Campo volvió a lavarse las manos ante lo que este muchacho denomina atinadamente «cultura del terrorismo». El mierda de Juan Carlos Monedero le espetó que «arruinaba sus clases» y le invitó a no volver nunca más a ellas.

El drama es que estas situaciones son el pan nuestro de cada día en este país desde que Zapatero decidiera explosionar el Pacto de la Transición resucitando el letal guerracivilismo. La judía alemana Hannah Arendt sistematizó intelectualmente la conducta de los jerarcas hitlerianos con un concepto, La banalidad del mal, que ha quedado para la historia y que se estudia en todas las escuelas de Filosofía, Psiquiatría y Psicología. En él asegura que los nazis que ejecutaron la Solución Final no eran necesariamente psicópatas sino mayormente gente normal. Pone como ejemplo a Adolf Eichmann, cuyo juicio en Jerusalén presenció y la llevó a alumbrar esta teoría, un tipo normal, no muy listo precisamente, que justificó sus acciones en la obediencia debida. Era, sostenía Arendt sobre la base del testimonio del posteriormente ahorcado Eichmann, «un burócrata» que se limitó a cumplir las leyes que regían en la Alemania de los años 30 y primera mitad de los 40.

Peor aún es, si me apuran, la normalización de ETA que el PSOE sanchista está desarrollando. Por dos razones, la explícita, borrar el pasado y hacer como si la banda no hubiera existido es una ignominia; y la implícita, justificar la barbarie era desgraciadamente habitual en la Edad Media, en los siglos previos a la Revolución Francesa y en la Europa anterior a 1953, por supuesto en el nazismo y en el estalinismo, pero resulta un malvadísimo anacronismo en nuestros días. Un síntoma de infinita inhumanidad. España no es una nación enferma como defienden algunos, más al contrario es un país dominado por el maligno, en el que la degradación moral lleva a algunos a relativizar, banalizar o, casi, casi, negar la existencia de ETA sin tapujo alguno.

Aunque se lo puedan merecer, jamás desearé a Muguruza, a Otegi, a Pikabea, a Sarrionandia, a Iglesias, ni desde luego al presidente del Gobierno, que padezcan el sufrimiento de las miles de familias destrozadas por el terrorismo. Esas vidas rotas para siempre por culpa de unos nazis que ahora parece que no eran tan malos o que son un ejemplo de convivencia, democracia, tolerancia, rehabilitación y regeneración. Mi objetivo y el del periódico que tengo el honor de dirigir será siempre, cueste lo que cueste, hacer buena la frase de Milan Kundera: «La lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido».

PD: va por AscenGarcía Ortiz— y AlbertoJiménez-Becerril— que han debido revolverse allá arriba al contemplar cómo los colegas de los hijos de perra que les acribillaron se enseñoreaban de su maravillosa ciudad.

Lo último en Opinión

Últimas noticias