Más diplomacia y menos política exterior
El incipiente gobierno de Pedro Sánchez parece haber puesto más empeño en la política exterior que en la diplomacia. Sin embargo, no puede entenderse a la primera sin la segunda. La política exterior es un fin y la diplomacia es el medio, el método y el instrumento para darle forma a la anterior. La UE y Latinoamérica son los ejes vertebrales de la política exterior, según afirma el ministro de Exteriores, Josep Borrell. Pero aguardo bastantes dudas de que nuestra posición pueda ser lo suficientemente visible si no se acometen cambios profundos en nuestra metodología. De entrada, el Gobierno español debe ser más proactivo que reactivo en su acción exterior. No es admisible que nuestras embajadas o representantes en el extranjero tengan que ir reaccionando a cada agresión que España reciba en el exterior por parte de la propaganda independentista o de aquellos que pretendan desestabilizarnos desde fuera.
Y ello sin contar aquellas situaciones que han tenido como respuesta el silencio más absoluto por aquello de dejar morir los temas, aunque realmente las consecuencias sigan siendo perversas. Somos el décimo estado del mundo en mayor número de representaciones diplomáticas; los quintos de Europa; y los cuartos de la UE. Piensen ustedes ahora, ¿refleja ese ranking nuestro verdadero peso en el exterior? Sinceramente, convendrán conmigo que no es así. Y por ello algo debe hacer Exteriores. La narrativa independentista o aquella que en los últimos años se ha trazado desde algunos sectores para proyectarnos como un remake de “Francoland” o de Estado casi opresor no han sido ni anticipadas, ni paralizadas al momento. Si uno analiza la procedencia de muchos de esos mensajes contra España, comprobará que vienen siempre de los mismos sitios. De la misma parte del mundo desarrollado que trata de aleccionar a la otra parte con una arrogancia moral que resulta inverosímil.
En países como Suecia, Suiza, Noruega, Finlandia, u Holanda, que tienen la mitad de las embajadas por el mundo que nosotros, han salido en los últimos años informes de universidades o de ONG que advierten contra una especie de irrupción de una España ‘neofranquista’. Aquí nadie juzga la salud democrática de los países antes citados, pero el nuestro es sometido a un escrutinio constante que debe ser atajado. Me contaba el otro día un exmiembro del antiguo Gobierno que llegó a amenazar a un estado de reducido tamaño de la UE, pero con gran capacidad de influencia, que o ponía fin a las diatribas que algunos oficiales habían lanzado contra España en el seno de la Unión Europea o que España iba a dar un giro copernicano en su política hacia ciertos asuntos de gran interés nacional para aquel país. A los pocos días las declaraciones extemporáneas desde aquel país terminaron.
El entonces ministro hizo lo correcto, pero es que para algo tenemos 215 embajadas por el mundo que nos cuestan cientos de millones de euros a los españoles. El embajador de dicho país y todo su equipo tenían que haber reaccionado mucho antes y no esperar a que el ministro de turno tuviera que acudir de ‘apagafuegos’, aunque muchas veces nuestros diplomáticos se quejan de que las instrucciones que vienen del Palacio de Santa Cruz lo hacen de forma muy lenta. Los gobiernos españoles de este siglo han pecado de ‘eurobeatos’ —Josep Borrell, sic— por tragar con casi todo lo que desde Bruselas se decide cual alumnos disciplinados y acomplejados, pero ya se ha visto que entre socios también hay rivalidades y el Gobierno español tiene ante sí el reto actual, de doblegar las flaquezas de nuestra diplomacia, si no queremos caer víctimas de terceros relatos.