El mal progresista
En el universo particular de la comunicación, pasamos del argumento al relato con la misma facilidad que convertimos el sosiego en escándalo y transitamos de la fabulación al hecho, sin distinción ni grises. Todo es un artefacto de consumo unívoco, que genera seguidores de endorfinas, más proclives a la reacción de víscera que a la decisión sensata. La polarización actual es fruto del intento de una parte del mundo por imponer un relato y un nuevo orden moral y la resistencia de la contraparte por modificar ese estado de las cosas que, mejor que peor, venía funcionando. A los que trabajan por cambiar el statu quo por una nueva realidad donde la manzana ya no se llama manzana ni a un dictador se le puede llamar dictador, se le opone una sociedad que huye de confundir moderación con tibieza y equidistancia con firmeza. A los primeros les gusta decir que un almendro puede dar almendras, o nueces, imposible natural que niegan con razón los segundos. Pero mientras los que defienden que el nogal puede ofrecer melones porque lo importante es cómo se sienta la nuez, los segundos llaman a esa aberración léxica, moral y conceptual, aberración. Para los hiperventilados de la falsaria centralidad y la moderación acomplejada, se puede estar tranquilo en las formas y decir aberración, como también huir del histrionismo y definir a un autócrata como autócrata.
Cuando Lakoff discernía entre el perfil político paternalista del autoritario, dotándole al primero de un aura de progreso protectora y al segundo una impronta de dureza militar, estaba alterando el ecosistema moral para las siguientes generaciones en Estados Unidos, las mismas que desde púlpitos académicos, tribunas mediáticas y lujo guolestrit han fabricado una alternativa woke, que pasa por destruir el orden establecido y construir otro más acorde al desvarío de la élite de Hollywood y el gran capital progre, donde la realidad biológica y jurídica sea sustituida por planteamientos sentimentales y emotivos, conscientes de que la victimización da más réditos que la razón y la percepción es más poderosa que la ley.
Sucede que a quienes deseamos seguir conservando una idea de la lógica, el sentido común y la naturaleza conforme a las leyes inmutables que estas nos han dejado a lo largo de la historia, se nos llama fascistas, ultraderecha y otros epítetos originales creados por esa factoría de odio, rencor y envidia llamada izquierda. Y los que defienden con crudeza leyes que alteran el resultado natural de la evolución, violentan las normas que rigen la convivencia de una sociedad o hacen negocio con cada causita inventada, se les llama progresistas. Así, cargarte la igualdad de todos los españoles es progresista porque lo hace un gobierno que se autodefine como tal, mientras que defender el artículo catorce de la Constitución que protege ese derecho te convierte en reaccionario por la misma maquinaría mediática y palmera del gobierno y sus acólitos.
Hasta ahora, intentábamos explicar a los progres que no se puede ser progresista y celebrar leyes que sacan violadores a la calle, ni pactar con tipos que celebraban los asesinatos y los coches bomba o gobernar con los votos de la burguesía independentista catalana y vasca, de tradición xenófoba y totalitaria. Pero en la alteración lógica de los argumentos, cada decisión y acción política del Gobierno más autoritario y corrupto de la historia reciente de España, se convierte en progresista, y con ello, seducen a su abducido ejército de votantes zombies, a los que cualquier alteración de la democracia es abrazable mientras no gobierne la derecha. De este modo, todo lo que hace el Gobierno socialista, abusando de la sinécdoque, es progresista, aunque todo lo que haga el Gobierno socialista sirva para desmantelar el Estado de Derecho, la separación de poderes, la igualdad entre españoles y la propia democracia. Así operan desde Moncloa, Ferraz y sus satélites mediáticos, principales cómplices de la decadencia moral, económica y social que vivimos. Con una deuda pública disparada, un país enfrentado, una economía hundida y dependiente del dinero de Europa, unas instituciones colonizadas por el PSOE, un sistema putrefacto hasta las entrañas y una apatía estructural de la que sólo se sale a golpe de revolución o dictadura. Y a todo ello, los caraduras del régimen y quienes viven de él le llaman progresismo. Silencio.
Que el plan de Sánchez y su banda sea federalizar España, o sea, destruirla como nación, mientras sigue atornillado al poder, se sabía desde que Rivera lo enunció en tribuna parlamentaria en 2019. Ahora, ni siquiera su partido se opone a lo que, en teoría, se ejecuta contra sus principios. Menos de un millar de lobotomizados separatistas han decidido cargarse la solidaridad de la que los progres presumen de respetar y defender. Siete votos del racismo impenitente de Waterloo condicionan un gobierno en el que los trenes no llegan a la España real porque ese dinero debe ir destinado a la Cataluña ficticia. Un puñado de apoyos en el Congreso han convertido la amnistía y el asesinato en perdón por ejercer la ley y en borrar la historia delictiva de los asesinos y sus cómplices. En su versión más caciquil y caudillista, Sánchez hace retroceder la historia mientras explica a los convencidos de que todo es por el bien del progreso. Cuando lo progresista representa ya todo lo contrario. En la España actual, definir como progresista una medida con objeto de validar la acción es similar a gritar ¡carterista! cuando vemos a un ladrón robar la cartera a alguien. Así empezaron en Venezuela, llamándole progresista a todo.