Hernán Cortés, el hombre y el mito
Como ocurre con todos los grandes hombres que han dejado su impronta en la Historia universal, Hernán Cortés se mueve entre los datos que los documentos propios y los de sus coetáneos se conservan, y las trazas del mito o mitos que gravitan sobre el de Medellín. Por lo que a su aspecto se refiere, la apariencia de Cortés oscila entre el retrato que de él hizo el acuarelista alemán Christoph Weiditz, que lo trató y lo pintó en El libro de los trajes, cuando el conquistador tenía cuarenta y dos años, y el busto de bronce dorado que esculpió Manuel Tolsá a finales del XVII para ser colocado en el Hospital de Jesús fundado por el conquistador y todavía en funcionamiento. En él, el anguloso rostro weiditziano suaviza sus rasgos y eleva sus ojos hacia el cielo de un modo similar a las representaciones de Alejandro, con quien tantas veces se ha comparado a Cortés. A esos hitos plásticos ha de unirse el célebre mural de Rivera, en el cual la deformidad física trata de hacer aflorar las malformaciones morales de un hombre en el que se concentrarían todos los atributos de la Leyenda Negra. Muchos son, en definitiva, los corteses a los que dio vida Hernán Cortés Monroy Pizarro Altamirano, hidalgo nacido probablemente en 1485 en Medellín y muerto el 2 de diciembre de 1547 en Castilleja de la Cuesta de mal «de cámaras», años después de que él mismo incorporara estas elocuentes palabras en su Quinta Carta de Relación, dirigida al emperador Carlos: «Según lo que yo he sentido, Muy Católico Príncipe, puesto que desde el principio que comencé a entender en esta negociación yo he tenido muchos, diversos y poderosos émulos y contrarios».
Hernán fue un muchacho inquieto al que sus padres quisieron encauzar por la vía de las letras, es decir, de las leyes, enviándolo a Salamanca, donde vivía su tío Francisco Núñez de Valera, escribano casado con la hermanastra de su padre, Inés Gómez de Paz. Allí aprendió Gramática y todos los rudimentos legales que tan útiles le fueron durante su vida. Con los saberes y experiencia adquiridos, junto con algunas recomendaciones, el joven estuvo en condiciones de pasar a América. La primera ocasión se presentó en 1502, dentro de la gran flota de Nicolás de Ovando, a quien acaso conoció durante la estancia de éste en la Extremadura a la que Cortés había regresado. Al parecer, el muchacho no pudo embarcarse debido a las lesiones que se produjo al caer desde un tejado mientras cortejaba a una mujer casada. La fecha comúnmente aceptada de su viaje a Las Indias es el año 1504. Lo hizo a bordo del navío La Trinidad. Así lo declaró él mismo años más tarde en un memorial dirigido al Emperador. Su primer destino fue La Española. Allí trabajó durante seis años en la escribanía de la villa de Compostela de Azúa, antes de pasar a Cuba, donde se convirtió en un hombre influyente y adinerado que alcanzó un profundo conocimiento de los españoles que vivían en la isla. Esta intuición le acompañó durante toda su vida y le permitió salir airoso de difíciles trances.
Todo ello determinó que el Gobernador de Cuba, Diego Velázquez de Cuéllar, se fijara en él para encabezar la tercera de las expediciones a Tierra Firme con las que aquel hombre trataba de obtener la vanguardia en la carrera hacia el continente. Fue en Veracruz donde, aupado por los descontentos, fundó un cabildo, se erigió en capitán general y justicia mayor y envió una serie de tesoros, que llegó a contemplar Alberto Durero, y documentos, según los cuales aquel municipio se situaba bajo la obediencia del rey Carlos y cortaba amarras con un Velázquez al que movía el interés puramente personal. También fue allí donde barrenó y echó al través las naves, impidiendo el regreso del bando velazquista a Cuba. El mito prefiere hacer arder aquellas naves, si bien en ningún documento de la época se habló del fuego.
Un pelotón de españoles construye una civilización
A partir de entonces, el de Medellín mantuvo constantes contactos con los emisarios de Moctezuma, al tiempo que establecía una serie de alianzas con los pueblos tributarios del emperador mexica. Sin duda, fueron sus habilidades diplomáticas, unidas a su severidad en la aplicación de la justicia, las que permitieron que su hueste, de poco más de quinientos españoles, se viera sensiblemente aumentada con la incorporación de guerreros nativos. La audacia de Cortés le llevó a entrar en la ciudad lacustre de Tenochtitlan, corazón del imperio mexica, donde poco después, tras conocerse el ataque lanzado sobre la Villa Rica de Veracruz, hizo prisionero a Moctezuma, cuya captura garantizó durante un tiempo la seguridad de los españoles. Meses después, la llegada a la costa de Pánfilo de Narváez, enviado por Velázquez, rompió aquella extraña atmósfera cortesana.
Hostigados por los mexicas, los españoles abandonaron Tenochtitlan en la catastrófica Noche Triste, a la que siguió la batalla de Otumba y la contraofensiva en la cual tuvieron un papel fundamental los aliados tlaxcaltecas. Tras un duro asedio, invadida por la pestilencia favorecida por el hacinamiento de sus habitantes, la ciudad cayó definitivamente en manos españolas con la captura de Cuauhtémoc. La victoria precedió al nombramiento de Cortés como Marqués del Valle de Oaxaca. Al señor novohispano le fueron concedidos 23.000 vasallos y grandes extensiones de tierra. A este éxito se unió su ascenso en la escala social española, gracias a su boda con Juana de Zúñiga, que le dio a su hijo Martín, tocayo del Martín que tuvo con doña Marina, al que quiso tanto como para solicitar al Papa una bula de legitimidad y procurarle el hábito de Santiago.
La conquista del Imperio mexica no aquietó a Cortés. Convertido en armador, sus barcos navegaron por el Pacífico atravesado por Elcano en ayuda de quienes siguieron aquella derrota. Con él al mando de una flotilla, ascendió hacia el norte para descubrir y dar un nombre mitológico a una nueva tierra: California. Todo ello ocurrió después de que emprendiera una catastrófica expedición por la selva de Honduras en pos del rebelde Cristóbal de Olid. Si estos fueron los lugares en los cuales destacó su figura, el sometimiento al Juicio de Residencia, por el que estaban obligados a pasar todos los gobernantes españoles, le mantuvo rodeado del papel al que tanto debía. Al cabo, la legitimación de sus acciones la logró gracias a su habilidad con su pluma. Envuelto en mil pleitos y en razonamientos a propósito de la conveniencia de la encomienda indiana, Cortés pasó sus últimos años en España, donde recibió el trato propio de un hombre que había alcanzado la gloria en un mundo nuevo y exótico. Antes de que su cuerpo fatigado exhalara su último aliento, el de Medellín era ya espejo de conquistadores. Moría el hombre, nacía el mito.
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