Gracias, Sánchez, por el ridículo ante el mundo que nos ha hecho pasar
Con independencia de la cuestión de fondo -la perversión que supone que Pedro Sánchez se haya identificado con la democracia misma para que quien se atreva a cuestionarle sea a partir de ahora considerado un peligroso ‘fascista antidemócrata’- , el tiempo de reflexión de cinco días con el que ha envuelto su maniobra de engaño a la opinión pública no es propio de un presidente del Gobierno de una nación democrática. El culebrón sanchista ha provocado asombro y estupefacción en las cancillerías occidentales, que no dan crédito a lo ocurrido. El ejercicio de trilerismo de Sánchez no tiene precedentes, porque supone una burda instrumentalización política enmascarada en un sedicente victimismo. En su plan ha sido capaz de utilizar como coartada la propia figura del Rey, lo que añade todavía más gravedad al asunto. Una maniobra como esta sólo es capaz de urdirla quien carece del más mínimo sentido de Estado, porque a lo que hemos asistido, en suma, es al plan de un político trilero, al modo y manera que lo haría cualquier preboste de esas repúblicas bananeras de América latina o el África subsahariana.
El ridículo que Pedro Sánchez ha hecho pasar a España ante los ojos del mundo no tiene precedentes. La imagen de país ha salido literalmente triturada, porque la ‘perfomance’ del presidente del Gobierno -metiendo por medio al mismísimo jefe del Estado- está muy por debajo de los estándares democráticos que se estilan en las naciones de nuestro entorno y constituye un degradante retrato de la situación política que padecemos por culpa de la vanidad desmedida de un personaje que no repara en medios -aunque sean indignos- para lograr sus fines. España es una gran nación con un presidente del Gobierno muy pequeño en valores democráticos. El relato de estos cinco días de impostada reflexión retrata con toda precisión a un personaje que proyecta una imagen tan cutre y ridícula de España que provoca rabia y vergüenza a partes iguales.