España en astillas
Ha fallecido Alejandro Nieto, un hombre sabio. 93 años dedicados a pensar lo que decía y a decir lo que pensaba. A fundamentar con acierto y agudeza sus análisis y a exponerlos de forma amena y valiente. Me gustaría haberlo conocido, y poder escribir hoy, como Francesc de Carreras, no sólo del intelectual independiente y honesto que conocemos, sino también del hombre entrañable que los que le trataron cuentan que era.
Yo sólo sé de él a través de sus libros o artículos que, irremediable y afortunadamente, hemos tenido que leer los que nos hemos dedicado a estudiar lo público. En ellos, su tesis más famosa, casi constante desde hace décadas, era el desgobierno de lo público. ¡Cuánta razón le ha dado el tiempo! Hoy, más que nunca.
Criticaba esa competitividad de los políticos por llenar el BOE: «el prestigio de un ministro se mide por su capacidad de lograr la aprobación de leyes en las Cortes y decretos en el Gobierno, sin que nadie se preocupe luego de la operatividad de tales disposiciones». Y sobre el sistema de empleo público, señalaba que «el trabajo y el rendimiento son factores absolutamente intrascendentes» y se refería a las dos «leyes de bronce de retribuciones de los funcionarios». Conforme a la primera, cada funcionario ajusta su rendimiento a lo que él considera proporcionado a su sueldo; y conforme a la segunda, cada empleado ajusta su rendimiento al de su colega que, cobrando igual, trabaja menos. Así difícilmente podemos hablar de productividad.
Y lo peor de todo es que, para Nieto, los problemas de la res publica no tienen remedio, pues «está organizada de una manera tal que hace inútiles los esfuerzos individuales de los directores más competentes e incluso las decisiones mejor intencionadas de los partidos políticos que ocupan el poder. Por así decirlo, se ha montado una excelente organización del desgobierno. O lo que es lo mismo: con estas cartas y con estas reglas de juego, no hay jugador, por bueno que sea, que pueda ganar la partida. Para prosperar habría que alterar las condiciones del sistema; pero la naturaleza de éste –y aquí viene lo desesperanzado de la situación- obstaculiza gravemente su propia modificación».
Pero su crítica no sólo se dirigía a lo burocrático, también observaba los disparates políticos que nos rodean. Hace tan sólo dos años en una entrevista con Javier Caraballo contaba que: «A esos que quieren resucitar los odios de la Guerra Civil los ponía yo en 1933 o en 1936». Cuando llegó la Transición y la democracia, decía, «fue un respiro inmenso y un reconocimiento de que había que superar todo aquéllo, ni buenos ni malos. Poder iniciar una etapa nueva, en la que podíamos salir a la calle tranquilamente, fue un alivio inmenso para todos los que experimentamos el odio del año 36, del 40, del 50… Que vengan ahora diciendo que hay que establecer la división de buenos y malos, que los que cayeron en una provincia eran todos buenos, qué casualidad, y los que cayeron en otra, eran todos malos… A los que les pilló la guerra en Valladolid, eran todos fascistas malos, y a los que les pilló en Ciudad Real, eran todos republicanos buenos».
También criticaba la última composición del Tribunal Constitucional, en la que observaba una degradación crónica, no tanto por la politización de los nuevos miembros, «sino porque cada vez tienen menos nivel profesional». Nos hablaba del mundo oficial, frente al real, en el que viven los sindicatos, las universidades y en parte los medios de comunicación, obsesionados «con determinadas cuestiones del mundo oficial, que no son de interés de los ciudadanos, y se asoman poco a la calle». Y se lamentaba, en fin, del sistema «partitocrático, no democrático» en el que vivimos. «Aquí los votantes no pintamos nada», decía.
España en astillas es el título de una recopilación de textos que escribió hace más de 30 años, en los que se lamentaba de tantas cuestiones relacionadas con lo público,00 pendientes de mejora en nuestra joven democracia. Desde entonces, ya ven dónde estamos. No parece que hayamos aprendido nada. D.E.P. don Alejandro.