Las elecciones en España serán cuando diga Bruselas

Las elecciones en España serán cuando diga Bruselas

Es una desgracia que la gente corriente, que pelea porque sus ingresos sean siempre superiores a sus gastos, o que, en caso contrario, se endeuda prudentemente en la expectativa de poder honrar en el futuro, lo más a corto plazo posible, el desfase patrimonial que acumula, preste tan poca importancia a la evolución del déficit público del Estado, que es la acumulación de todas las necesidades perentorias de la nación y que deviene en una deuda que tendremos que pagar todos comunitariamente. Pero así parece.

A la gente normal y sensata no parece preocuparle que el Gobierno de Sánchez haya pronosticado que el déficit público definitivo de 2020, que conoceremos a mediados de enero, pueda ser del 11,3% del PIB, una cota realmente histórica. Y menos que nadie se lo crea. Ya nadie cree a este Gobierno, fuera de sus acólitos y de sus votantes recalcitrantes, pero a la mayoría esto le trae sin cuidado. Todas las instituciones respetables del mundo, las domésticas y las del exterior, opinan que el desequilibrio presupuestario estará muy por encima, una circunstancia que tendrá consecuencias dramáticas. ¡Y qué más da!

Esto no es, en todo caso, lo peor. Es mucho peor la comparación de nuestra situación con la del resto de nuestros socios. Tendremos durante tiempo el baldón de liderar el pelotón de cola. Las últimas previsiones de la Comisión Europea indican que España será incapaz de corregir su falta de higiene fiscal incluso en 2022. El pronóstico es que el desequilibrio presupuestario alcance ese año el 8,6% del PIB, el nivel más alto de todos los países de la Unión. A la misma gente corriente de la que hablaba antes, estas cosas pueden parecerle irrelevantes. No lo son. Son de una gravedad difícil de exagerar. Todo déficit precisa de ser financiado para evitar la quiebra correspondiente, y el prestamista que está a tiro, que en este caso es el Banco Central Europeo, no va a estar disponible de por vida. No va a pasar mucho tiempo para que exija las condiciones ineludibles para ser acreedor de su generosidad sin límites.

Y no tanto directamente el Banco Central Europeo, una institución clave de la UE, sino la Comisión Europea, que es la responsable de vigilar el cumplimiento de las reglas fiscales que hicieron posible en su momento la unión monetaria. A causa de la pandemia, estas reglas han sido momentáneamente suspendidas, y habilitados los gobiernos a incurrir en los gastos que sean precisos para proteger el tejido económico y ayudar a los más perjudicados por la situación endiablada ocasionada por el coronavirus. Pero, aunque tarden en reactivarse, a medida que las vacunas en marcha despejen lo más pronto posible la recuperación económica, las exigencias de la unión monetaria regresarán y su eventual incumplimiento ya no tendrá excusa alguna.

Con esto quiero decir que no es sostenible que, en 2022, España sume un déficit público superior al 8% del PIB mientras la mayoría de los países de la Unión esté muy cerca del 3% establecido por los tratados comunitarios. La única explicación de que se vaya a producir esta discrepancia letal es que las autoridades comunitarias desconfían claramente de la eficiencia del Gobierno español, y que están persuadidas de que la financiación ilimitada ofrecida por el BCE está siendo aprovechada -y así parece que va a seguir- no solo para hacer frente a los gastos ocasionados por la pandemia, como la salud -el reforzamiento del sistema sanitario- , o los ‘Ertes’, o el incremento de los pagos por desempleo, o el apoyo a las empresas, sino que está siendo usada para elevar los gastos estructurales del sector público, ya sea aumentando sin freno las plantillas de las administraciones del Estado o consolidando sin justificación alguna la ganancia de poder adquisitivo de los funcionarios y de los pensionistas. Es decir, que España está gastando mal, y que no parece que haya intención alguna de corregir tal inmoralidad.

El pasado 4 de enero, la ministra de Hacienda y portavoz del Gobierno, Maria Jesús Montero, declaró que para 2022 el Gobierno sigue pensando en un presupuesto expansivo, con más dispendio, a fin de llevar a cabo políticas anticíclicas, después de que este año haya entrado en vigor un plan que incluye, según dice el Ejecutivo, “el mayor gasto social de la democracia”. Son tontos, pero ya ven que están muy orgullosos de serlo. “Lo que no vamos a repetir son los errores de la anterior crisis, en la que una política de recortes indiscriminados produjo una desigualdad que se tradujo en sufrimiento y afectó a aquellos más vulnerables”, dice la ‘choni’ del Gobierno.

¡¡Pues sí bonita!! En 2022 tú y tu Gobierno os vais a encontrar en la misma situación que el inefable Rodríguez Zapatero en 2010, con un déficit público inmanejable y con la Comisión Europea exigiendo un plan de ajuste intenso. En 2010, Zapatero fue forzado por Bruselas a hacer el mayor recorte de gasto social de la democracia. Redujo un 5% el salario de los funcionarios, congeló las pensiones y planteó una reforma laboral modesta que finalmente llevó a cabo el PP de Rajoy.  Ningún gobierno de izquierdas se había atrevido jamás a tanto, no por convencimiento, sino por obligación, conminado, maniatado, exigido, doblegado por el ‘establishment’ mundial -hasta Obama tomó cartas en el asunto-, pues la economía española estaba al borde del abismo y ponía en riesgo ni más ni menos que la propia unión monetaria.

La pregunta clave es si el país está ahora al borde del abismo como entonces. La respuesta es que está bastante más débil que en aquella época. Es verdad que una gran parte de nuestra fragilidad responde a factores exógenos como la pandemia, otra a la composición estructural del modelo, en el que tienen un gran peso el turismo, la restauración y la predominancia de las pymes, a veces microempresas, siempre más vulnerables a la caída de la demanda ordinaria; una última, un sistema normativo, en lo que respecta al mercado laboral, que va a dificultar un ajuste rápido, en cuanto acaben los ‘Ertes’, a las nuevas condiciones de la coyuntura.

¿Y por qué entonces el Gobierno está tan tranquilo, tan eufórico, tan arrebatado, tan seguro? ¿Por qué, estando peor que con Zapatero, no hemos arribado todavía al precipicio? La respuesta es sencilla, y ya está apuntada. Por la suspensión coyuntural de las obligaciones fiscales de la UE y por la financiación ilimitada del BCE. Pero todo este panorama dantesco y al tiempo irónicamente idílico en un país como España que va camino de una tasa cercana al 60% de paro juvenil, que tiene a más de 750.000 personas en ‘Ertes’, la mayoría de ellas destinada a engrosar las filas del desempleo, y que ha cerrado 2020 con 360.000 puestos de trabajo menos y 700.000 ciudadanos más registrados en el paro, estallará no muy tarde.

En cuanto las vacunas funcionen, en cuanto la actividad empiece a repuntar. Entonces ya no habrá excusas ni pretextos. Ese momento, quizá antes de final de año, será el momento de la verdad para los iletrados e irresponsables Sánchez e Iglesias. El momento en que la Comisión Europea empiece a reforzar su presión para que el presupuesto de 2022 incluya un severo plan de recorte de gasto y de reducción progresiva del déficit público. ¿Lo va a hacer este Gobierno? ¿Se va a inmolar como hizo Zapatero por exigencias ineluctables para evitar la intervención irremediable del país? ¿Está dispuesto Sánchez por una vez a hacer algo por el bien de España? ¿Puede haber algún momento propicio para que el vicepresidente y socio indispensable Iglesias acceda a violar su discurso sectario, populista y deletéreo?

Esto no es previsible. Esto no sucederá jamás. Jamás el Gobierno de Sánchez se prestará a repetir el ajuste de Zapatero -previo a su derrota- al que se va a ver obligado sin convocar antes elecciones para que los españoles desorientados elijan eventualmente entre una cierta esperanza o la consolidación de su destino fatal. Por eso digo y sostengo que las próximas elecciones en España no las decidirá autónomamente Sánchez. La fecha la dictará Bruselas, una vez que constate la incompetencia irremediable del Gobierno, su resistencia a corregir el rumbo de un país que ya está a la deriva; una vez que Sánchez constate que no hay más alternativa posible que llamar a las urnas y preparar la campaña propagandística oportuna para seguir engañando a los españoles ayunos de conocimientos económicos sobre las obligaciones que comporta pertenecer a una unión monetaria.

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