El dogma climático

En tiempos de relativismo como el que vivimos, y que algunos llegan a definir como propio de la era de la “postverdad”, resulta especialmente llamativo que se intente imponer la “corrección política” como un auténtico “dogma laico” al que debamos someternos. El anatema para los atrevidos disidentes es la exclusión del sistema, por ser calificados como “antidemocráticos”, “ultras”, “reaccionarios”, “conspiranoicos” y otras lindezas por el estilo.
Lo propio del relativismo y la postverdad, ante la inexistencia tanto de una verdad absoluta —solo subjetiva de cada persona— como de un concepto único del bien o del mal —que siempre serian relativos—, debería ser que tuviera como principio regulador de la convivencia, el respeto y la tolerancia por todas las opiniones, salvo cuando atentaran contra el bien público garantizado por la ley. Sin embargo, es evidente que la realidad dista mucho de ser así. Basta contemplar —a título de ejemplo— lo que sucede en relación a dos materias que acaparan la atención informativa de forma continuada. Me refiero al cambio climático y la violencia de género. En ambos casos, acercarse a estas cuestiones sin ceñirse al dogma establecido, provoca la exclusión política y social. En este artículo trataré de aproximarme al primero de estos asuntos, y lo haré –pues— con prudencia, pero sin temor al anatema laico.
En estos días, con la Cumbre sobre el Clima tan próxima a nosotros y la asfixiante información sobre este encuentro que puede llegar a resultar hasta cansina, un espíritu libre debería formularse —cuando menos— algunas reservas al respecto. El dogma climático tuvo su despegue en 2006 con la emisión del vídeo Una verdad incómoda, producido y presentado por Al Gore, el que fuera vicepresidente de EEUU en el Gobierno de Clinton, y frustrado candidato a la presidencia en 2000. El documental fue galardonado con un Óscar, e hizo merecedor a Al Gore un año después del premio Nobel de la Paz.
Estos datos ya revelan que el establshment mundial —con las Naciones Unidas a la cabeza—, está firmemente comprometido con la teoría del calentamiento global provocado por emisiones de CO2, que causan el denominado “efecto invernadero”. De acuerdo con esta hipótesis, resulta inexcusable aceptar la tesis subsiguiente, a fin de evitar la catástrofe ambiental que se provocaría en nuestro planeta, y que haría inviable la vida humana a futuras generaciones.
La cuestión previa a dilucidar es si el punto de partida de este silogismo es científicamente indiscutible, y no es así: No es cierto que la comunidad científica sea unánime al respecto, y son numerosos los expertos y las publicaciones solventes que así lo acreditan. De esta manera, tiende a ignorarse que el CO2 no es el principal causante del efecto invernadero, sino el vapor de agua, o que la aportación neta de O2 por los bosques resulte en la práctica poco significativa. Por supuesto que hay muchos argumentos para defender a los bosques, pero estos no son los más relevantes.
Podría continuar rebatiendo con numerosos datos el presunto consenso científico al respecto porque, sencillamente, no existe. Pero sucede que las voces científicas disidentes son silenciadas por la inquisición encargada de velar por la sumisión al dogma medioambiental. En cuanto a los militantes climáticos, opino que —en función de la experiencia—, no abundan quienes defienden con sólidos argumentos científicos la emergencia ambiental declarada por el Parlamento Europeo.
¿Quiere todo esto decir que no debemos preocuparnos por el medio ambiente y una adecuada ecología? En absoluto: Supone sencillamente afirmar que quienes proclaman que el último incendio, avalancha de nieve, tifón, terremoto, inundación, tsunami o erupción volcánica, son una consecuencia de esa emergencia climática, simplemente o no saben de qué hablan, o nos toman por ignorantes.
Así, no debemos ignorar que junto a nobles iniciativas que responden a razonables preocupaciones, protectoras de una ecología comprometida con la defensa de un medio ambiente que garantice un desarrollo sostenible, existen también poderosos intereses económicos y de otro tipo, menos publicitados, que no resultan tan desinteresados ni solidarios como los que Greta Thumberg aparentemente defiende.