Españoles para siempre

Opinión Rius Día Hispanidad
Xavier Rius
  • Xavier Rius
  • Director de Rius TV en YouTube. Trabajó antes en La Vanguardia y en El Mundo. Director de e-notícies durante 23 años.

El pasado domingo, Día de la Hispanidad, el Paseo de Gracia de Barcelona apareció más español que nunca. Con banderas en las farolas. De hecho, unos días después, los de Junts protestaron porque todavía permanecían ahí.

La manifestación reunió a los incondicionales: unas cuatro mil personas, según la Guardia Urbana. Y, como siempre, la de Vox fue la más numerosa. También la más ruidosa. Se nota que suben en las encuestas. Los turistas miraban con curiosidad la marcha. Algunos se hacían fotos y selfies. No en vano el tiempo aguantó. Por la tarde hubo inundaciones en las tierras del Ebro.

Ha sido uno de los efectos del proceso: ya no da vergüenza exhibir la bandera española. Ni siquiera en Barcelona. Ni ‘indepes’ ni antifascistas hicieron acto de presencia. Lo dan por perdido.

No es una consecuencia menor. Antes, exhibir la roja en tierras catalanas era casi un acto clandestino. La primera vez que se rompió el maleficio fue durante los Juegos Olímpicos. Cuando la selección española —con Josep Guardiola en sus filas— ganó la medalla de oro en Barcelona 92.

La Diagonal se inundó, para la ocasión, de banderas españolas. Eso ya no encajaba en la idea que tenían los independentistas —entonces no había tantos— de que Cataluña era «un sol poble». Pero se consolaban con la idea de que la conocida avenida estaba en zona bien y que, ya se sabe, el futbol arrastra pasiones.

Luego fue otro acontecimiento deportivo: el Mundial de 2010 y el gol de Iniesta. Yo estaba cubriendo la retransmisión del partido mediante pantallas gigantes en Montjuïc y había mucha gente. No porque me guste el futbol, sino porque ya intuía que había un trasfondo social. E incluso político.

Obviamente, la manifestación del 8 de octubre del 2017 fue la gota que colmó el vaso porque fue un éxito. Me acuerdo de que iban diciendo que habían traído a los manifestantes con autocares. Como hacían con las diadas, por otra parte. O que hasta les regalaban el bocadillo.

Pero yo lo vi con mis propios ojos. En Martorell —feudo convergente— estaban los andenes llenos a rebosar. Y está a treinta y pico kilómetros de Barcelona. En Molins de Rei, a unos veinte, hablé con una familia que había subido al tren: padre, madre y dos hijos. La mujer me dijo, en catalán, que era catalanoparlante, pero que ya no podían más. Todavía hubo la manifestación del 30 de octubre del mismo año. Que rompía el relato oficial para siempre.

Y el domingo vi a gente que lucía con orgullo banderas españolas colgadas a la espalda en pleno centro de Barcelona. Ha sido, sin duda, uno de los efectos colaterales del proceso.

Hay otro, pero los independentistas se resisten a aceptarlo. Incluso siguen mareando la perdiz. O tocando los cojones en el Congreso. Los catalanes somos ya, definitivamente, españoles. Incluso los que no quieren serlo.

Yo siempre pensé que iban de farol. Y que lo del procés era para tapar otras cosas como los recortes por la crisis o la corrupción de CDC. La independencia era imposible por muchos motivos, pero sobre todo porque no la querían más de la mitad de los catalanes.

En los momentos más álgidos sacaron dos millones de votos, aunque de un censo electoral de 5,5. O sea que era imposible. Quizá hubiera habido alguna posibilidad si hubieran recibido el apoyo de Putin. Como pretendían algunos.

O la teoría de Lenin: una vanguardia revolucionaria capaz de jugarse el físico. Pero la élite del proceso tenía segunda residencia en la Cerdaña o en Cadaqués. Y así es muy difícil asumir riesgos. Sobre todo personales. Querían una independencia gratis total.

Por eso: quemaron la última oportunidad. Ya no habrá otra. El mundo ha cambiado. No tuvieron el apoyo no ya de la UE, sino ni siquiera de una república caucásica. Ahora ya los han calado, por mucho que algunos —Junts, ERC, la CUP— todavía utilicen la zanahoria.

Hay que decir que es una constante de la historia de Cataluña. Siempre que las instituciones catalanas —o determinados sectores sociales— han hecho un órdago al Estado, lo han perdido. Pasó primero con la guerra civil medieval de 1462-1472. La Generalitat contra el rey. Les sonará seguro.

Después, con la república catalana de 1641, que duró diez años. A continuación, con la Guerra de Sucesión (1701-1714). Aquí la historiografía más oficialista se queja, pero pasa de puntillas que las Cortes catalanes juraron fidelidad a Felipe V. Por último, con el 6 de octubre de Companys y con el 1-O de Puigdemont. No aprendemos.

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