La derecha no sabe manifestarse
Madrid se llenó hasta la misma bandera que media España dimitió hace tiempo de ondear y defender, cuando, henchida de siniestra propaganda, aceptó sumisa y esclava los planteamientos mesiánicos que el régimen impone en editoriales y telediarios. Se levantó el día propicio para que Sánchez negara legitimidad a la rebeldía con el mismo cuajo que respalda de criterio la amnistía, invirtiendo como en él es costumbre el sentido lógico de la realidad, virtud de todo autócrata que deviene en tragedia a poco que nadie oponga resistencia a sus delirios. Feijóo, en su semana decisiva, asume lentamente los mensajes que han hecho de Ayuso el mejor muro de contención a la ignominia, y lanzó proclamas que hasta ayer no se creía, reivindicando una España de libres e iguales en la que se excluyen todos los ismos posibles, incluido el galleguismo que siempre profesa, más cercano a Urkullu que a la Constitución.
Se dice, con verdad, que la derecha sociológica es amante del orden y la estabilidad, defensora de las costumbres y tradiciones, nada amiga de esas algaradas y jaleos con los que la izquierda entiende y rentabiliza la acción política. Con la que está cayendo, uno no deja de pensar cómo estarían las calles si en la actual coyuntura estuviera gobernando la derecha. No acudamos a la imaginación ni fantaseemos con ella: conocemos por antecedentes lo que hace el movimiento peace and love cuando se trata de defender lo suyo, es decir, lo de nadie más. De estar la izquierda en la oposición, las calles serían ahora un continuo campo de batalla justificado por esa necesidad de protestar inherente al ciudadano comprometido, que como corresponde al buenismo implantado en muchas mentes, corresponde en exclusiva al progresismo biempensante. Arderían marquesinas y las cargas policiales constituirían la imagen que exportaríamos al exterior, con la leyenda: «Los españoles se manifiestan por el Estado de bienestar» o «España clama contra los recortes del gobierno de extrema derecha», en esa sinécdoque perpetua con la que la izquierda -y el nacionalismo- asimilan causa y protagonismo.
Quienes más sufren en las concentraciones que la izquierda convoca son la verdad y los escaparates. La izquierda es fiel a esa pulsión revolucionaria que le hace destrozar sociedades, diccionarios y libertades. Por eso le molesta que los demás disfruten con algo que considera suyo. Sólo por el hecho de que cuando se moviliza la derecha no nos cuesta un euro reparar el destrozo callejero, merecería la pena el voto perpetuo a quien garantice orden y limpieza. Porque no hay libertad en la protesta que necesita de violencia para hacerse oír.
Y así estamos. Con media España social votando a una derecha política que considera, entre la mayor parte de sus portavoces, que no tiene derecho a gobernar si para ello hay que combatir los esquemas impuestos por aquellos que hacen de la imposición moral su política periódica. En el PP deben entender, empero, que sacar a los suyos no es movilizar a los españoles, ni tampoco concentrarlos en una plaza encajada entre edificios del Madrid más castizo. Como no es factible ejercer la oposición frente a quienes están derribando la democracia constitucional mediante una España de partidos. Las acciones deben surgir de la espontaneidad que la sociedad civil genere y desde ahí, las formaciones políticas puedan articular su movilización. No al contrario. Y por supuesto, no limitarse a señalar en el calendario de festividades cuándo es la siguiente manifa para ir calentando al personal. Hay que combatir con denuedo en las instituciones esa involución que el PSOE y sus totalitarios aliados pretenden implantar. El PP tiene un Senado con mayoría absoluta para llenarlo de sesiones y comisiones que avergüencen a Sánchez y al socialismo todos los días. Y llevar cada caso a los medios, para contarlo, explicarlo, titularlo y repetirlo. Sin cesar y sin los complejos ni reconcomes de moderación semperiana del que tanto abusan en Génova.
Hay más de once millones de razones para entender la insistencia del sanchismo en colocar al adversario que ganó las elecciones como un reducto del extremismo más irredento y casposo. En Moncloa y asociados saben que la resistencia empieza por no aceptar que la calle y los medios ya no son patrimonio exclusivo de la izquierda, porque la negación de la realidad es un principio rector de la propaganda. Eso, y que la derecha no sabe manifestarse. Por eso le dejan. Para justificar que todavía hay democracia. Hasta que ya no nos dejen y entonces tengamos que pedir al Gobierno una amnistía para poder protestar en paz.