El decrecimiento, ese otro diablo progre
Una serpiente venenosa que se arrastraba últimamente mortecina ha resucitado. No sé si es sorprendente, tal y como marcha el mundo y la desorientación general de las conciencias, pero alimenta a la bicha el inquebrantable progresismo planetario en coyunda inmoral con la aristocracia económica, aquélla que reside durante una semana en Davos dirigida por ese ser tan peligroso como rico llamado Charles Schwab. Este diablo redivivo se llama teoría del decrecimiento económico. O sea, la renuncia al progreso. Como aval a mi tesis diré que se han escrito varios artículos al respecto en El País, el diario no sólo del Régimen, sino el ‘periódico global’ de la izquierda, siempre al tanto de las teorías más destructivas del orden liberal y de la naturaleza humana.
Según estos señores tan inteligentes y preclaros, el planeta ya no da más de sí, ha llegado a un punto en que es incapaz de alimentar a todo el mundo. La sacralización de la libertad y de la iniciativa individual se ha desbordado y ha alcanzado tal límite que está expulsando hasta el descarte, como dice el Papa Francisco, a los más inútiles, ya sea crecientemente engordados por el pienso del Estado; la codicia ha rebasado todo extremo soportable; el ansía innata de prosperidad inscrita por Dios en los hombres se ha convertido en insoportable para la gente pastueña contaminada por el socialismo; y producto de este afán desmedido por explotar la tierra, como bien enseñan las Sagradas Escrituras, está seriamente amenazada la viabilidad de la civilización, por mor del cambio climático.
Esta última cuestión merece un apunte especial, pues es de ley definirla como la mayor estafa de la historia, un auténtico crimen de Estado -según ha descrito en un libro legendario el gran José Ramón Ferrandis- que perpetra muchísima gente que gana incontables sumas de dinero, y que practican sin denuedo los plutócratas de los países desarrollados. Y digo esto escribiendo, como es el caso, desde una cafetería embutido en un abrigo para esquivar malamente el frío riguroso de este enero en Madrid.
En diciembre pasado, Estados Unidos padeció una tormenta de nieve y de hielo que dejó sus víctimas correspondientes, pero ninguno de los políticos enganchados a la droga intelectual del calentamiento global ha dicho nada al respecto. Sólo un grupo cada vez más modesto de académicos ilustres, entre los que se encuentran varios premios Nobel valientes, con años y sin problemas de dinero, todavía se atreve a pensar y escribir al margen de los científicos venales comprados por la ingente capacidad monetaria del socialismo mundial, y sigue sosteniendo que el clima de la Tierra lleva evolucionando desde tiempo inmemorial, debido a fenómenos geológicos y astronómicos que ni conocemos ni controlamos, de manera que la naturaleza cambia y se transforma sin preguntarnos, sin pedirnos permiso. Es decir, que la actividad humana no tiene ni arte ni parte en lo que ha sucedido climatológicamente hablando, o de lo que sucederá.
De manera que, según la docta opinión de los críticos y del pensamiento políticamente incorrecto, no hay evidencia empírica de que hayan aumentado las catástrofes ambientales, ni de que las sequías sean más rigurosas y prolongadas que nunca, ni de que California haya batido un récord de incendios o se hayan producido inundaciones más devastadoras que otras anteriores en ciertos momentos de la historia. Pero el caso es que aprovechando estos datos falsos sobre los que se fortalece a diario la religión climática, que ha logrado persuadir a los medios antiliberales de comunicación de masas de todo el mundo, la propuesta de estos señores sin escrúpulos instalados en la corriente dominante y cool es renunciar al crecimiento exponencial, que es el signo de todos los tiempos, gracias al cual tantos ciudadanos han logrado abandonar su estado de pobreza y la desigualdad en términos globales se ha reducido como nunca antes.
Realmente, toda esta teoría es el fruto redondo del atavismo más nocivo. Proviene ni más ni menos que de Thomas Malthus (siglo XVIII), y replica la tesis de que el crecimiento sin freno es incompatible con los recursos limitados del planeta, aunque tal impresión meramente intuitiva se haya demostrado falsa -¿cuánto hace que el petróleo debería haberse agotado?, según estos profetas genuinos de un apocalipsis que jamás llega-. ‘Less is more’, ‘Menos es más’ es el lema tan utópico como humillante de la alianza entre la izquierda y la plutocracia para reinventar las reglas eternas de la humanidad. Esta corriente de pensamiento rediviva ha conseguido instalar de nuevo en la agenda política -debido a la perseverancia de Schwab y de sus socios-, persuadida y entregada la izquierda anticapitalista mundial, que la disminución regulada y controlada de la producción lograría establecer una nueva relación de equilibrio entre los seres humanos y la naturaleza. Proponen un crecimiento más frenado, un crecimiento ecológico acorde con el medio ambiente.
Como hace ya tiempo que estos señores se han apuntado al gimnasio y en el fondo son unos viejos verdes que todavía aspiran a un ‘affaire’, predican una cura de adelgazamiento forzosa, sin preguntar a nadie, a fin de mejorar el bienestar. Para estos ogros filantrópicos de nueva generación, no es posible combatir el falso cambio climático sin recortar la actividad económica incesante y peligrosa, que sería la responsable de la disminución de los recursos naturales y de la destrucción del medio ambiente.
A mí la verdad es que esta clase de propuestas me dejan estupefacto. Jamás habría podido pensar que un hombre normalmente constituido pudiera llegar a delirios tan sorprendentes aparentando causas nobles. Y lo atribuyo a la creciente ausencia Dios en nuestras sociedades, a la falta de seguimiento de la doctrina eclesiástica más venerable encarnada por sus últimos epígonos, Juan Pablo II y Benedicto XVI. Los dos eran sabios, habían leído y estudiado, comprendían no sólo las reglas del mercado sino los fundamentos elementales de la ciencia económica y, célibes como eran, estaban completamente persuadidos de que la tarea primigenia del ser humano es la supervivencia de la especie, seguida de la prosperidad creciente para uno mismo y la prole descendiente hasta que esté en condiciones de volar por sí misma encomendándose a la misma tarea secular inscrita en la genética de la creación humana, que consiste en asegurar la continuidad del planeta explotándolo a conciencia con la finura y excelencia de la que es capaz la innovación empresarial y los avances tecnológicos sin final posible.
Los que manejan por contra los hilos del teatro del absurdo del que les advierto no son inocentes. Están inspirados por un espíritu totalitario y decidido a que el mundo se pliegue a sus dictados, no vaya a ser que la inmensa creatividad humana que late en cada uno de nuestros corazones ponga en peligro sus vidas y haciendas, y fundamentalmente su negocio. Están poseídos por un afán antidemocrático ilimitado y muy dispuestos a acabar con el orden liberal al que debemos la mejora ininterrumpida e inefable de la humanidad. De modo que ni existe el cambio climático, ni los recursos de la Tierra están tasados, ni la imaginación humana que estos iluminados quieren oscurecer, ha llegado todavía a demostrar lo mejor de lo que es capaz para aumentar el bienestar y la felicidad progresiva de todos. Sigamos el lema escrito en el Génesis: «Creced y multiplicaos, y llenad la Tierra».
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