Cuento de Navidad para aptos

Cuento de Navidad para aptos
Cuento de Navidad para aptos

Raimundo es falso como una perla auténtica. Tiene el corazón dorado, de lo barroco que es. Para él casi todos son idiotas o simplones. Presume de ser intransigente y terco. Detesta el mal gusto y la vulgaridad por encima de todas las cosas. Si alguien moja pan en la salsa en su presencia, le retira la palabra de inmediato, sin dar explicaciones. Hoy llueve, así que, antes de salir de casa, coge su paraguas inglés, hecho en madera de palisandro, un modelo de la firma Smith and Hodges, numerado. Camina por la calle, llueve bastante, la calle está concurrida. Sin esperarlo, se le mete debajo del paraguas una joven y se acurruca a su lado. “Pero ¿qué hace? ¿Está usted loca?”, le reprocha con brusquedad. Sonriendo ella dice: “Está lloviendo, vamos en la misma dirección y es su deber cristiano compartir el paraguas, pues yo no tengo”. Sin dar crédito a lo que estaba sucediendo, caminaban en silencio bajo una lluvia torrencial. “Me quedo aquí. Muchas gracias. Venga a recogerme en media hora, por favor”, dijo sin perder la sonrisa la descarada, y corrió hacia dentro de un edificio de pisos, no sin antes saludar afectuosamente al portero. Raimundo estaba alucinado. Iba al banco a hacer unas gestiones, así que siguió con su cometido.

Sin apenas creérselo, mientras el director de la sucursal bancaria le daba explicaciones de las últimas operaciones emitidas, miraba el reloj para ver el tiempo que había discurrido. “¿Qué estoy haciendo? Seré estúpido”, pensaba. Sin poder controlarse pidió que aceleraran el trámite, diciendo que tenía prisa. Finalizada la operación, volvió a la calle. Fingía que volvía a casa, pero iba directo al portal en el que había dejado a aquella chica que olía tan bien. Ni rastro de ella, así que dio la vuelta a la manzana y volvió a pasar por delante del edificio. Se sintió ridículo, pero también frustrado. Hacía tiempo que no había sentido el calor humano tan de cerca. Él era un gran hombre de negocios, un rico hombre soberbio, solitario e infeliz. Seguía lloviendo torrencialmente, soplaba el viento con furor, un día desagradable que invitaba a estar en casa. Siguió caminando, tratando de olvidar aquel episodio. Incapaz de hacerlo, se volvió y entró en el edificio en el que la chica se había introducido. “Buenos días, estoy esperando a una señorita que ha entrado aquí hará tres cuartos de hora, ¿sabe de quién se trata?”. El portero sonrió y le indicó el piso en el que ella estaba. Dudó apenas unos segundos antes de subir la alfombrada escalera de madera hasta el segundo piso. Llamó al timbre y abrió ella. “Pasa, te estaba esperando”.

“Don Raimundo, ¿está usted bien?”. Asintió con la cabeza, volviendo al momento presente. Estaba imaginando lo que pudo haber sucedido y no sucedió. Hacía tres años de aquello, tres años en los que cada 28 de diciembre volvía a hacer el mismo camino en busca de aquella estrella que quiso torcer su camino en otra dirección. Entonces no lo permitió, pero los recuerdos cruzaban los límites de lo imaginable, excitándolo hasta el paroxismo, manteniéndolo en el mismo fogoso estado que sintió cuando aquella mujer se acurrucó a su lado pidiendo ayuda y ofreciendo una luz de esperanza, esperanza que él no supo vislumbrar, pues nunca volvió a recogerla. Se sintió irreconocible. Lleno de tristeza y de ira, terminó la gestión y volvió a casa. Raimundo es un hombre monstruosamente putrefacto. Tan rico, que sólo tiene dinero. La abundancia es fuente de tristeza. La sobriedad, en cambio, es siempre una especie de liberación. Hay muchos más desgraciados por faltarles lo que no necesitan, que por faltarles lo que necesitan. Raimundo es desgraciado teniendo todo lo que no necesita. No tiene escapatoria, es un hombre consumido por su propia ambición. Al llegar a casa, se sienta en su butaca habitual, al lado del ventanal que da al jardín principal. Procede a contestar el correo diario. Suspira, se levanta y va a buscar el paraguas inglés, lo pone a su lado, lo acaricia y continúa con su labor. Pasan los días y las horas. Ninguna pasa en balde. Todas le hieren. La última acabará de matarlo.

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