Cuando se siembra el odio se recoge la violencia

Cuando se siembra el odio se recoge la violencia

Por primera vez en nuestra historia democrática, un presidente del Gobierno ha sufrido un atentado. Un hecho de extrema gravedad que debería hacernos reflexionar al respecto del tipo de sociedad y país que estamos construyendo entre ciudadanos y políticos. El agresor de Mariano Rajoy es un menor de 17 años que pertenece a la extrema izquierda de Pontevedra y que utiliza las redes sociales como foro donde vomita todas las bilis de su odio. Un joven que sigue a Izquierda Unida y las Mareas —la marca de Pablo Iglesias en Galicia— y que portaba su publicidad de campaña al ser detenido. Este sujeto había amenazado con desatada virulencia, a través de las distintas plataformas sociales, con atentar en la sede del Partido Popular en Génova 13 y con pegarle un tiro al director de Okdiario, Eduardo Inda. Además, profirió todo tipo de insultos machistas a su novia y trató de intimidar a una profesora de lengua que le había suspendido la asignatura. Tanto es así que en 2013 lo expulsaron del exclusivo y carísimo colegio SEK de Pontevedra. Una línea de comportamiento radical y desmesurada que la Policía nunca detectó a pesar de llevar más de dos años presente en las redes de las que era usuario.

Un sujeto que, además, había planeado el ataque contra Rajoy con ayuda externa. Prueba de ello son los WhatsApp que publicamos y los vítores que ha recibido de un grupo de jóvenes que lo han despedido jaleando el ataque mientras la Policía se lo llevaba arrestado en el mismo lugar de los hechos. Este tipo de perfiles, fácilmente influenciables, son especialmente sensibles a la violencia verbal y al ejemplo que dan los políticos, especialmente a aquellos que siguen como si fueran dioses. Entre los referentes de este menor se encuentran Pablo Iglesias, al que le ha oído disculparse por «no romper la cara a todos los fachas con los que discuto en televisión»; Juan Carlos Monedero, que ha calificado a Sánchez y al propio Rajoy como «momias convertidas en serrín» y que justifica la violencia de ETA; o Facu Díaz, personaje que incluso llegó a disfrazarse de etarra y que trabaja en ‘La Tuerka’, el programa televisivo del núcleo duro podemita. Flaco favor hacen todos ellos convirtiendo la actividad política de nuestro país en una absurda guerra de guerrillas a través de insultos, insinuaciones o ataques a los políticos de otras formaciones. Una tendencia a echar gasolina al fuego que después inspira este tipo de comportamientos juveniles que convierten las soflamas radicales en terribles actos reales como el de Pontevedra.

En ese sentido, el candidato de Ciudadanos a la Moncloa, Albert Rivera, decía algo muy interesante en las últimas horas: «El resto de líderes políticos no son mis enemigos, sino mis compatriotas». Más allá de colores y formas de pensar, esa debería de ser la tendencia de concordia y respeto que articulara el día a día de la sociedad española. La misma libertad que nuestro estado democrático garantiza a los millones de personas que acudirán a las urnas el próximo 20 de diciembre. Entonces, toda la ciudadanía tendrá la ocasión de elegir sin coacción a unos representantes que han de demostrar con actos los valores que quieren transmitir a un pueblo que, tras ataques como el sufrido por Mariano Rajoy, mira estupefacto la realidad que nos rodea. La violencia, las insidias y la provocación constante no nos llevan a ningún lugar más allá de las desagradables reminiscencias guerracivilista, ese conflicto que el historiador estadounidense Stanley G. Payne definió como: «Una contienda de malos contra malos».

En definitiva, un gravísimo atentado, auspiciado por el odio y la violencia, que además cuenta con otros focos de interés que no se pueden obviar. Más allá de la extrema gravedad del ataque que ha culminado este menor, el Gobierno debería depurar responsabilidades entre los encargados de proteger al presidente, Mariano Rajoy, durante la campaña. Aunque loable en su voluntad de estar cerca de la gente, resulta alarmante la facilidad con la que el atacante ha llegado hasta el jefe del Ejecutivo y el tiempo que ha tenido tanto para pensar el golpe como para, inmediatamente después, haber podido, incluso, lanzar otro ataque. Si hubiera llevado un simple cuchillo, quizás estaríamos lamentando ahora una de las páginas más negras de la historia de España. Una historia que los cargos políticos deberían de construir dando ejemplo tanto con sus actos como con sus palabras y erradicar a cualquiera que quiera hacer del juego político una constante llamada al odio. Será la única manera de que no sucedan hechos como los de Pontevedra. La forma de evitar errores que ya nos costaron muy caros en un pasado no tan lejano.

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