Cambiar por ti me da pereza

canción Eurovisión

Hoy pensaba analizar a los candidatos de las próximas elecciones gallegas, pero he caído en la cuenta de que no conozco a ninguno, ni he seguido sus carreras, ni soy gallega, ni soy nigromante; por lo tanto, sería un esfuerzo violento, trabajoso y creo que poco fructífero. Así que este tema queda descartado para esta columna. También barajaba la idea de escribir sobre las incapacidades del presidente norteamericano. Biden, como todos los presidentes que han nacido presidentes, tiene su peculiar estilo propio. Sus caídas son un hándicap y sus confusiones con los nombres de los demás líderes mundiales son sólo una muestra del libérrimo desenvolvimiento de su personalidad. No caigamos en la solución facilona de echar la culpa a la edad. Sin embargo, este tema también me parece que tiene una gama de colores delirantes, la madurez tumefacta de las frutas y el último instante de las civilizaciones suelen ir parejos a la corrupción, que es algo que me horroriza, así que también lo voy a descartar.

Sigo pensando sobre qué escribir esta semana, y me asalta un recuerdo que me podría servir de inspiración. Ayer, paseaba por una calle de la periferia y reparé en un grupo de chicos, que charlaba animadamente sentado en un banco. Uno de ellos avisó al resto de que venía a lo lejos una maroma de muy buen ver. Por los gestos entendí que era la que tenía loco a uno de ellos -o a varios, o a todos-. El cabecilla sugirió que, cuando pasara por delante de ellos, le cantaran la canción de Eurovisión. Con cierta emoción, esperaban a que aquella hembra empoderada llegara. Cabalgando sobre sus caderas, la soberana, intuyendo que le tenían algo preparado, se paró en seco y, fingiendo que tenía un micrófono en la mano, comenzó a cantar: «Ya sé que soy sólo una zorra, que mi pasado te devora, entiendo que te desesperes; pero esta es mi naturaleza, cambiar por ti me da pereza». Los chicos, palidecidos, no sabían si reír o salir corriendo.

Al día siguiente, conté esta anécdota en la copa que concluía un solemne acto literario. Mis interlocutores, escritores y otros seres del montón, me preguntaron si la habían quemado en la hoguera o la habían devuelto al prostíbulo. Les expliqué que el miedo había paralizado a los chicos, que se les había revuelto el estómago y que, despojados de toda hombría, habían fallecido al instante. Uno de ellos me dijo que conocía a esa zorra, que era famosa porque hacía unos pestiños fantásticos, doraditos, sabrosos y ligeros. Continuó explicando que esos pestiños eran fruto del amor, que esa salvaje indomable tenía dotes artísticas y que era incapaz de seguir las reglas establecidas, de ahí que sus pestiños fueran tan diferentes y tan reconocidos. Todos asintieron, todos, absolutamente todos, hasta el organista.

Resonaban en mi cabeza las palabras de Ana Redondo, la nueva ministra de Igualdad, que dice que ha venido para recomponer el feminismo. La inefabilidad del falso recato burgués, el amor honesto frente al amor vulgar, el de cabecera. Es febril la adicción tan española al chismorreo, no deja de sorprender que una canción con una melodía y una letra tan desfasadas aún escandalice. España murmura, balbucea, tartamudea, muestra inquietud y recelo, mientras la peluquera canta: «Si alargo y se me hace de día, ¡soy más zorra todavía!». Y nadie dice nada de las letras del reguetón, grotescamente amorales y escandalosas: incitación al alcohol, a las drogas, al sexo fácil y ligero en letras musicales chabacanas y vulgares, que dan verdadera vergüenza ajena. España en estado puro, parece que no hay grandes problemas; mientras, Pedrito Sánchez susurra: «Qué feliz soy de ganar la enemistad del pueblo a tan bajo precio».

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