El cachorro de Ermua

El cachorro de Ermua
El cachorro de Ermua

A Marimar Blanco

Aquellos días de julio le alcanzaba de madrugada a Boby en su escondite, bajo la cama de su inseparable amigo, el aroma del rocío sobre el heno recién segado en los prados. La casa estaba aún en silencio, aunque nadie dormía. El quiebro de un llanto corto, aún esperanzado, rompía la calma agotadora del amanecer y le hacía ovillarse a Boby sobre su propio desasosiego ante aquella ausencia imprevista. Ya era un perro mayor entonces. Hacía tres lustros que su amigo, sonriente, le había aupado del suelo con sus manos grandes y buenas, cuando solo era un cachorro: una bola de pelo negro y grandes orejas suaves, como buen mestizo de cocker. Cuando se encontró con él en aquel parque, un antiguo cementerio recién reconvertido en zona verde, su amigo estaba con su pandilla, hablando de chicas, de fútbol, de música, y otra vez de chicas… Su amigo, amante de los animales desde muy pequeño, fue por el parque buscando a su posible dueño y al no encontrar a nadie que lo reclamase decidió quedárselo, como si quisiera asomarse de nuevo al quicio de su niñez para no perderla aún de vista.

Abrigándolo contra su pecho, le puso Boby de nombre y no dudó en llevárselo a su casa, frente al parque. La madre puso una condición: el cachorro solo podía quedarse en la familia si dormía en el garaje y no entraba en el piso. Así que pasó las dos primeras noches allí, donde jugaron, la primera vez de tantas: su amigo a cuatro patas cerrándole el paso y él tratando de escabullirse, pero en realidad dejándose coger para sentir de nuevo el tacto de sus manos grandes y buenas. El padre era albañil y guardaba en el garaje las herramientas y el material de los que se proveía para ir al tajo. Aquellas primeras mañanas, el padre le rascó la cabeza y el lomo con sus dedazos encallecidos, mirándole con curiosidad, con su parte de niño. Fue su forma de aprobarle como nuevo miembro de la familia. A la tercera noche Boby pudo por fin entrar en la casa como uno más.

Era una vivienda modesta, de padres que habían dejado su tierra para sacar adelante a sus dos hijos, chico y chica, con el sudor de su frente, sin que nadie les regalara nada, tampoco a los chavales, que se tomaban muy en serio la oportunidad que sus padres les brindaban para estudiar y labrarse un futuro, como suele decirse. El tiempo fue pasando y anudando sus edades desacompasadas. Un año de vida de su amigo eran unos cuántos de Boby, pero quizás por eso mismo las horas que pasaban juntos sumaban un tiempo parecido a la eternidad, que fue discurriendo mientras su amigo terminaba el instituto y pasaba a la universidad, tocaba la batería en un grupo musical, se echaba novia, comenzaba a trabajar, se comprometía con sus vecinos como concejal del PP en su pueblo… Hasta el día aciago aquel.

Fue aquel día aciago cuando Boby decidió esperar el regreso de su amigo escondido debajo de su cama, quizás para tratar de atraer, en aquella
penumbra, el latido que tantas veces había escuchado, dormitando acurrucado en sus brazos. Intentaron hacerlo salir pero sin resultado, hasta que Boby lo hizo después de varios días, con la casa sumida ya en una tristeza insondable. La madre estaba postrada en el sofá, intentando sosegar su dolor por el asesinato de su hijo y dominar su angustia ante la maldad brutal de los verdugos de ETA.

Fue entonces cuando Boby, venciendo por vez primera su timidez ante el ama de la casa, se reclinó frente a aquella muda “Pietá” y apoyó su cabeza en sus pies de mármol vivo y doliente, enfundados en sus zapatillas de andar por casa. La madre, al sentir la ternura del perro de su hijo, esbozó su primera sonrisa. Así estuvo Boby junto a la madre los primeros días del luto, ayudándola a desenredar el hilo que conduce a la salida de los laberintos del alma. El mismo hilo de esperanza que quizás Boby nunca perdió, esperando a que resonaran en la casa los pasos de su amigo, como si volviera de un sueño. Aquella fidelísima espera se prolongó más allá de sus veinte años de vida, una inesperada longevidad, hasta que Boby salió de nuevo en busca de las manos grandes y buenas de su inseparable amigo Miguel Ángel Blanco para volver a acompasar sus tiempos en la eternidad.

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