Unión Europea

Adiós a estos artículos que todos tenemos en casa: la UE los prohíbe por ser «químicos permanentes»

Bandera europea
Blanca Espada

Durante años, nos hemos acostumbrado a usar ciertos productos sin pensar demasiado en qué contienen. Sartenes que no se pegan, abrigos impermeables que repelen el agua como por arte de magia, envases de comida rápida que no dejan pasar la grasa, todos ellos tienen algo en común: los llamados PFAS. Son compuestos químicos sintéticos muy eficaces, pero también muy persistentes. Ahora, la Unión Europea (UE) ha dicho basta. A partir del próximo año, su prohibición marcará un antes y un después en nuestros hogares y en la forma en que se fabrican miles de artículos cotidianos.

El motivo para prohibir estos químicos no es menor. Los PFAS, que es la abreviatura de sustancias perfluoroalquiladas y polifluoroalquilada, han demostrado tener efectos perjudiciales tanto para el medio ambiente como para la salud humana. La ciencia ya ha documentado que estas sustancias pueden permanecer en la naturaleza durante siglos, acumulándose en suelos, aguas subterráneas e incluso en nuestros cuerpos. En paralelo, varios estudios han alertado sobre su relación con enfermedades como el cáncer o trastornos hepáticos. Ante este panorama, Bruselas ha decidido actuar. Aunque la transición no será inmediata, el anuncio oficial ya ha generado reacciones en cadena. Muchos Estados miembros han aplaudido la medida y han empezado a trazar hojas de ruta para reducir el uso de estos “químicos eternos”. Pero ¿qué son exactamente los PFAS y por qué estaban presentes en tantas cosas sin que nos diéramos cuenta?

Adiós a estos artículos que todos tenemos en casa: la UE los prohíbe

Los PFAS son un grupo de más de 9.000 compuestos químicos sintéticos. Se empezaron a utilizar en los años 40 por sus extraordinarias propiedades: resisten el agua, la grasa, el calor y gran parte de los agentes químicos que deterioran otros materiales. Gracias a ello, se convirtieron en aliados perfectos de la industria moderna.

Estaban (y están aún) en muchos productos que usamos a diario: utensilios de cocina antiadherentes, prendas impermeables, envases de comida, alfombras, productos cosméticos, pinturas, lacas, adhesivos y hasta en componentes electrónicos. Su versatilidad es tal que también se emplean en procesos industriales, en equipos médicos o en espumas contra incendios. Su durabilidad, que era una ventaja, ha resultado ser también su maldición: no desaparecen, ni se degradan con facilidad.

Una amenaza persistente para el medio ambiente y la salud

El problema central de los PFAS es su resistencia. A diferencia de otros compuestos, no se biodegradan. Pueden tardar cientos de años en descomponerse, si es que lo hacen. Esta permanencia los ha convertido en un auténtico quebradero de cabeza para la ciencia ambiental. Se han encontrado restos de PFAS en zonas remotas, como el Ártico, y también en organismos vivos, incluido el ser humano.

Pero no sólo eso. Estudios más recientes vinculan su exposición prolongada con problemas hepáticos, alteraciones hormonales, bajo peso al nacer y mayor riesgo de desarrollar ciertos tipos de cáncer. Además, se sospecha que podrían afectar al sistema inmunológico. Su presencia se ha detectado incluso en el agua potable de algunas regiones europeas, lo que ha disparado todas las alarmas.

La Unión Europea toma cartas en el asunto

Ante estos datos preocupantes, varios países de la UE como Alemania, Países Bajos, Suecia, Dinamarca y Noruega, han liderado la propuesta de prohibición total de los PFAS en productos de consumo. La Comisión Europea, a través de su comisaria de Medio Ambiente, ha confirmado que la medida está en marcha, aunque su entrada en vigor no será inmediata. Se espera que la prohibición comience el próximo año, dando así un margen a las industrias para adaptarse y buscar alternativas viables.

Y es que eliminar los PFAS de la cadena de producción no es sólo una cuestión medioambiental, también es un reto industrial de gran envergadura. La medida afectará a sectores clave como la industria textil, la alimentaria, la cosmética, la construcción o la tecnología. Muchas empresas tendrán que rediseñar productos, cambiar procesos y asumir costes adicionales.

Sin embargo, también se abre la puerta a la innovación. La necesidad de encontrar sustitutos seguros y eficaces podría impulsar nuevas líneas de investigación, fomentar materiales más sostenibles y acelerar la transición hacia una economía circular. La UE es consciente del equilibrio que debe mantener: proteger la salud pública sin dañar en exceso la competitividad del tejido industrial europeo.

¿Qué cambiará en nuestra vida cotidiana?

Quizá lo más inmediato que notemos será que algunos productos cambien de textura, duración o comportamiento. Las sartenes, por ejemplo, podrían dejar de ser tan antiadherentes como antes, o la ropa impermeable podría requerir nuevos tratamientos para repeler el agua. Pero estas adaptaciones no son necesariamente malas: si conllevan menos riesgos para nuestra salud, merece la pena.

En definitiva, el adiós a estos artículos tan comunes supone un pequeño sacrificio pero con beneficios. Puede que dentro de unos años, cuando compremos una chaqueta nueva o un envase de comida, lo hagamos con la tranquilidad de saber que no estamos introduciendo un veneno silencioso en nuestras casas.

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