Posguerra

El oficio de toda la vida indispensable en la posguerra española: aún no ha desaparecido del todo en España

Posguerra española
Afilador en el Mercado de Cádiz. Foto: Diego Delso en Wikimedia Commons.

En plena posguerra española, cuando las economías domésticas funcionaban con recursos escasos y la reparación de era una opción imprescindible, ciertas tareas móviles se consolidaron como pieza clave para el sostenimiento del hogar. Entre ellas, destacó un oficio cuya identidad se forjó gracias a una técnica precisa que daba nueva vida a herramientas esenciales.

Esa práctica está directamente vinculada a un contexto histórico en el que cada objeto debía durar tanto como fuera posible. No se podían adquirir objetos nuevos, de manera que reparar y prologar la vida útil de cada herramienta era casi una obligación. Su modo de trabajo, sustentado en una mezcla de habilidad manual, transporte sencillo y un instrumento musical inconfundible, ayudó a consolidar una imagen que atravesó generaciones. Muchos ya deben haber adivinado de qué oficio se trata, ¿verdad?

¿Cuál es el oficio que fue indispensable en la posguerra española y que no desapareció del todo?

El oficio esencial para esa complicada época fue nada más y nada menos que el de afilador. Tal como lo expresa la palabra, su deber era afilar herramientas domésticas y agrícolas.

El objetivo era devolverle el filo a utensilios muy variados: navajas, tijeras, instrumentos de cocina, objetos ganaderos o herramientas de trabajo diario. Aquí, la importancia de las tarazanas o ruedas de afilar era determinante, ya que constituían la base técnica que permitía ejecutar la tarea con precisión.

En sus inicios, este oficio tuvo un origen especialmente reconocido en Galicia, donde se integró en la economía familiar de zonas rurales como complemento al trabajo agrícola.

Para muchos, terminó convirtiéndose en una dedicación exclusiva, especialmente en lugares donde escaseaban otras alternativas de subsistencia. La tradición gallega llegó a formar un pequeño gremio con lenguaje propio, «el barallete», que dejó huella en varias localidades orensanas.

Durante buena parte del siglo XIX, la rueda de afilar se transportaba a la espalda. Con el tiempo, el incremento del peso y la mejora de caminos facilitó que se empujara sobre una estructura con ruedas. Entre los años 50 y 70 se incorporó a bicicletas y posteriormente a motocicletas, permitiendo cubrir recorridos más amplios sin perder su carácter itinerante.

El peculiar sonido que definió una época

La presencia del afilador se anunciaba mediante un pequeño instrumento cuyo sonido se volvió parte de la memoria colectiva en muchas ciudades y pueblos. Chiflo, chifle, pito o silbato: diferentes nombres para referirse a la misma melodía breve, ascendente y descendente, que indicaba que el trabajo estaba disponible.

Ese reclamo musical precedía una rutina ya conocida: un pequeño despliegue de utensilios, la preparación de la rueda de afilar mediante un pedal y la combinación de piedra gruesa y piedra fina que devolvía el filo a los objetos.

El pregón tradicional, asociado a expresiones como «¡El afilador!», era parte de un paisaje sonoro característico durante la posguerra española.

Además del afilado, esta figura solía encargarse de pequeñas reparaciones, como arreglar paraguas o colocar parches en recipientes metálicos. La movilidad constante facilitaba que difundiera noticias de otros pueblos, convirtiéndose también en transmisor de historias y comentarios locales.

La evolución de los afiladores tras la posguerra española

El cambio de hábitos de consumo fue decisivo. Con la generalización de la cultura de usar y tirar, el oficio comenzó a perder presencia. Las herramientas modernas se fabricaban para abaratar costes, por lo que muchas se rompían antes de desafilarlas. Esto provocó que el afilado dejara de ser una necesidad cotidiana y pasara a un plano más residual.

A comienzos del siglo XXI, el afilador ambulante era ya una imagen poco habitual en España, aunque seguía presente de forma esporádica en algunas zonas rurales y mercados. La adaptación tecnológica continuó: desde la bicicleta con esmeril hasta las motocicletas y pequeñas furgonetas, siempre con una rueda modificada para afilar cuchillos y otros objetos cortantes.

Sin embargo, ciertos profesionales (como carniceros, cocineros o especialistas que requieren un filo preciso) necesitan servicios más especializados. El afilado profesional requiere piedras de grano fino, control de ángulos específicos y uso continuo de agua, un proceso que puede prolongarse varios minutos o incluso horas en casos concretos.

Por ello, parte del oficio se trasladó a talleres específicos, menos dependientes del trabajo ambulante. Así, aunque su presencia se redujo de forma notable, el oficio no desapareció por completo. En algunos mercados y barrios sigue apareciendo de manera aislada, como se puede apreciar en la fotografía destacada de este artículo, sacada en un mercado de Cádiz.

La imagen de la rueda (ya transformada en motor mecánico) continúa teniendo un simbolismo especial en distintas localidades gallegas, donde incluso existen monumentos dedicados a esta figura.

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