‘Almas en pena de Inisherin’ parte con nueve nominaciones por su visión beckettiana de Irlanda
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Irlanda, la isla verde, la belleza celta, ha tenido siempre mucho potencial cinematográfico, entre creadores salidos de Hibernia o para foráneos fascinados por el encanto casi mitológico de una tierra de leyenda. Además del asunto del IRA (ahí está el cine de Jim Sheridan con una fuerza sobrecogedora) y la mirada de otros compatriotas como Neil Jordan, también fue protagonista para un retratista de paisajes abiertos como David Lean (La hija de Ryan) y ahí situó John Ford su Innisfree, el bucólico pueblo de arraigadas tradiciones donde un ex boxeador con todo que dejar atrás trata de hallar un rincón donde encontrar el esplendor en la hierba (El hombre tranquilo). Hubo notables acercamientos a su música y su cultura (The Commitments, Sing Street) y fue un relato del Dublineses de Joyce el que escogió el emblemático John Huston para dejar su testamento fílmico, con unas de las escenas finales más estremecedoras de la historia del cine.
Almas en pena de Inisherin ha suscitado opiniones encontradas. No es fácil engancharse al absurdo; un surrealismo como catalizador del llamado «síndrome de la isla» que puede aquejar a los pobladores de una remoto islote, vereda cerrada al mundo exterior, del que van y vienen a través de un modesto barquito.
Hay algo obsesivo en las pulsiones humanas de hombres solos, las heridas que se manifiestan bajo la aparente incoherencia de los borrachos, y en los momentos en que asoma la patita el lobo de los viejos agravios, donde pervive una extraña forma de violencia (y de la violencia ejercida sobre uno mismo) y la complejidad de las amistades masculinas.
La minuciosa y particular visión de la sociedad insular no tiene intención ni visos de costumbrismo, sino que posee todo lo necesario para apoyar la función narrativa, y está cuidadosamente estilizada para que sea a la vez parte de la película y referente exterior. Irlanda, su geografía, su gente, su humor, la viveza de su habla, su ironía, sus miedos. Adolece, quizá, de esa necesidad de brillantez a toda costa que infecta la obra de muchos de los cineastas contemporáneos, que intentan ser tan sofisticados como pretenciosos.
Para los McDonagh, a tenor de otras películas en clave irlandesa como Calvary, está claro que hay un odio en esa tierra, una herida ancestral. Porque no estamos ante una comedia ni tampoco un drama, sino todo junto y al contrario. Puede que no haya nada más divertido que la infelicidad, como asevera la cita de Beckett, autor con fuerte influencia en esta película.
Y los intérpretes, pues estupendos. Brendan Gleeson es de esos actores de rotundo físico que siempre está bien, pero ha ido ganando hechuras de buen actor con la madurez y los años, como un whisky irlandés que macera y envejece, hasta tener el aroma perfecto. Y destaca un Colin Farrell que demuestra una capacidad de adaptación, desde sus papeles mas testosterónicos (con Michael Mann, Oliver Stone o Clark Johnsson, por ejemplo) hasta este hombre limitado que busca el anclaje cívico que ha conocido toda la vida, capaz de expresar o representar su porción de tragedia en un mundo visto a ras de suelo, con la sorpresiva revelación cuando descubre que las personas no son de una pieza, que están sembradas de claroscuros, llenas de recovecos.
Y Barry Kenoghan, también nominado por su exégesis de la discapacidad y la pureza, un John Mills de la obra de David Lean más joven y más enamoradizo, la visión del director sobre la desolada ternura sobre esos seres sufrientes, cuyo dolor es más inmerecido: las víctimas de un entorno hermético que se ceba sobre una inocencia lacerante.