Podemos ser un harén

Podemos ser un harén
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A Pablo Iglesias se la pone dura muchas cosas: la Lolita de Nabokov — porque en el manual del buen comunista hasta los apellidos fálicos van en ruso— Maribel Verdú o las letras de los Chikos del Maíz en las que ellos van a las manis mientras sus novias de derechas se santiguan en misa. Le erotiza la contradicción que se da entre los malotes partisanos y las pijas conservadoras. Le provoca. Así lo explicaba hace meses en una entrevista concedida a Joana Bonet en la que su melena y su concupiscencia se liberaron de forma muy sana. Ahí, al viento, como la espesa cabellera negra de Diego el Cigala. Justo antes de aceptarse resignado como un macho alfa. Como aguerrido azotador de periodistas fachas como Mariló Montero, cuya cabeza de mujer conservadora puntúa triple en cualquier charla entre garañones de izquierdas proclamando que “la azotaría hasta que sangrase”. Como imaginarán ustedes, además, la cabeza de Montero colgaría rutilante en sus salones asamblearios por ser ésta la ex de Don Carlos Herrera.

Y no es de extrañar la seguridad que Iglesias tiene en sus dotes de conquista, aunque para mí sea más bien un producto amatorio entre Steve Urkel y un semental gramsciano con laísmo. Algo así como El Poni de Vallecas. Sólo los complejos provocados por el enanismo morfológico, casi eunuco, del pequeño equino podrían explicar la disfunción del líder de Podemos, que le lleva a convertir los azotes y la sangre de una mujer en una de sus parafilias. No obstante, reconozcamos que el fenómeno triunfa en el harén de Iglesias y Errejón. Es muy aceptado entre sus féminas Tania Sánchez, Rita Maestre, Irene Montero y demás políticas podemitas que, a menudo, se vanaglorian de ser mujeres fuertes, poderosas y dignificadoras del feminismo en eso de la tarea pública para disimular su condición de mujeres extremadamente conservadoras. De las que como premio por ser ‘la novia de’ o la ex obediente aceptan un puesto de salida en listas para ocupar un despachito público en lugar de un pisito de querida pagado por un carca en el número 35 del paseo de la Castellana.

De las que, en lugar de defender a otra mujer, callan, no como putas, sino como cobardes apagando su Twitter cuando su mantenedor azota a una periodista en sueños por pensar distinto. De las que se sientan como ursulinas en La Sexta Noche esperando las consignas del jefe del harén cañí para hablar por él y hacerle gozar en lugar de defender su criterio e ideas propias. Niñatas supremacistas que dan lecciones de feminidad a las mujeres valientes de este país por comprar de forma mentirosa el copyright de sus vaginas para sus consignas, o por ponerse en tetas a lo Cicciolina guerracivilista en el altar de una capilla exclamando los traumas de sus abuelos de La Motorizada. ¡Jo, tía, o sea!

La existencia del supremacismo de género impuesto por ‘las Maestre’ y demás burócratas veinteañeras es otra muestra de la tolerancia de una sociedad libre. Y es lícito. Pero su aceptación, la sola idea de establecer como modélico el feminismo capaz de empujar a otra mujer al fondo del averno, o de no tenderle la mano cuando un acomplejado reconocido así mismo como psicópata la mete en él, es la patología de una sociedad enferma. Y no hay nada excepto menoscabo personal en las mujeres dependientes de un Iglesias cuya hombría está más fragmentada que su idea plurinacional de España.

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