Le falló lo más grande que tenía: el corazón
El pasado miércoles Manuel Delgado Solís –Manolo para los amigos– recibía sepultura en el cementerio de Pozuelo de Alarcón. El abogado extremeño de 72 años había fallecido de un infarto, tan sólo once horas antes de ser internado en el hospital para ser operado del corazón. La pandemia, los confinamientos y las limitaciones en tanatorios y camposantos impidieron que los restos del prestigioso letrado fueran acompañados por sus cientos de amistades. Paradójicamente, Manolo falleció por lo que más grande tenía: el corazón.
El mundo de la abogacía madrileña ha perdido a uno de sus más ilustres profesionales. El bufete de Delgado se ganó durante años la fama de pleitear y ganar casos difíciles y de notoria envergadura, tanto procesal como mediática, aunque la mayoría de las veces los éxitos no trascendían por la discreción.
Pero Delgado era mucho más que un letrado. Aunque su primer recorrido profesional fue el de farmacéutico, pronto se dejó arrastrar por el mundo de la abogacía. Tras obtener en la Complutense la carrera de Farmacia, se tituló en Derecho, una carrera que le apasionaba y que sólo la vinculaba con la anterior la terminología en latín.
Delgado comenzó su andadura profesional compartiendo despacho con la abogada y ex ministra Ana de Palacio, hermana de Urquiola de Palacios y de Loyola de Palacio, ex vicepresidenta de la Comisión Europea. Con el tiempo se independizaron, pero mantuvieron sus respectivos despachos en el mismo edificio de la Plaza de las Salesas.
El letrado extremeño desde sus inicios demostró sus dotes como gestor y buen pacificador en casos conflictivos, alguno de ellos como consejero de Caja Madrid. En esa época, protegió e impulsó en la Caja de Ahorros a un joven Javier Monzón que, más tarde, se convertiría en presidente de Indra y de Prisa.
Además de la Farmacia y la Abogacía, Manuel Delgado mostraba así mismo una plena inclinación por los medios de comunicación y por relacionarse con los mejores periodistas del país. Su agenda de contactos está repleta de los números de teléfono de los comunicadores más influyentes. No extraña por todo ello que fuera uno de los muñidores del proyecto de El Mundo y que participara en el desarrollo de otras grandes cabeceras periodísticas.
Por otra parte, fue uno de los mayores impulsores de la compra del Grupo Zeta por parte de empresario Alfonso Gallardo, presidente del Grupo Balboa, que finalmente se truncó por una diferencia de unos 20 millones de euros en las negociaciones y por la presión del lobby catalán que se oponía a que un empresario extremeño se hiciera con el control de El Periódico de Cataluña. Para Manolo supuso un duro golpe pues se esforzó en aquel proyecto con el único fin de que el grupo fundado por Antoni Asensio recuperara su época dorada.
Farmacéutico y abogado
Delgado se licenció en la Universidad en Farmacia y en Derecho, pero la madre naturaleza le regaló unas dotes especiales para poner de acuerdo a la gente. La presencia de Manolo aseguraba un proceso con un final consensuado. Siempre se mostraba como un duro pacificador y como un experto muñidor que buscaba un acuerdo en el que todos los participantes salieran beneficiados. Ni era codicioso ni se mostraba nunca altivo. En las negociaciones su objetivo final era no dejar cadáveres por el camino. Se esforzaba por buscar puntos de encuentro beneficiosos para todas las partes.
Y ese talante estaba motivado por su condición de “hombre bueno”. Siempre tendía la mano de la concordia, pero no desde una perspectiva buenista porque cuando se sentía ninguneado reaccionaba con tenacidad. Habría que aplicarle a Delgado el dicho popular de: “Al amigo el…, al enemigo por el … y al indiferente, la legislación vigente”.
Delgado no era una persona amante de los agasajos y del fácil elogio. Tenía una capacidad innata para escanear en cuestión de segundos las pretensiones de su interlocutor. En las relaciones humana tenía algo importante a su favor: ejercía el altruismo sin esperar nada a cambio y sin esperar la recompensa. Era un tipo generoso que no se dejaba embriagar por el lujo o las ostentaciones. Lo más alejado al nuevo rico o al estereotipo de la jet. Aunque podía por su poder adquisitivo, no le gustaban los signos externos.
En una ocasión me mostró un reloj Daytona de Rolex –uno de los más caros y exclusivos de la marca suiza– que le había regalado un empresario a quien se negó a pasarle una minuta tras hacerle un gran favor, pero jamás se lo vi puesto en la muñeca. Sí lucía unos gemelos de oro blanco con dos bolitas –sin marca– de un joyero napolitano que le regalaron otros amigos. No era un enfermo de las marcas: usaba un bolígrafo normal y una pequeña libreta cuadriculada para tomar sus notas.
Tampoco se emborracha con el alcohol porque sólo bebía Coca-Cola light en cantidades industriales. Ni bebidas fermentadas, ni bebidas destiladas. Su única pasión eran los caldos de la factoría americana de Atlanta. Eso sí, lo compensaba con un buen habano: con un Romeo y Julieta Churchill, un Partagás o un robusto Cohibas (también un Behike), que no había manera de que los dejara. El humidificador con puros de su despacho era todo un espectáculo para quienes pudieran fumarlos.
Un enfermo del trabajo
Sus maratonianas jornadas laborales –era un enfermo del trabajo– sólo las amortiguaba con un palco privado en el Santiago Bernabéu para unas 12 personas y sus abonos de ópera en el Teatro Real y en Las Ventas para la Feria taurina de San Isidro. Era una persona generosa y desprendida: si iba al fútbol o a los toros le encantaba que le acompañara un amigo. Siempre compartía sus entradas. Por el palco del Bernabéu pasaba gente de todos los credos, ideologías y profesiones.
Uno de los invitados asiduos era el embajador de Estados Unidos, Edward Romero –con antepasados en Corral de Almaguer (Toledo)–, con quien labró una gran amistad. La relación fue tan estrecha que Romero lo invitó a viajar a Washington para conocer en persona al entonces presidente Bill Clinton.
Tampoco era un devorador de los restaurantes de estrellas Michelin, que algunos empresarios y profesionales utilizan para impresionar a sus clientes. Se le podía ver comer en el Goizeko del Hotel Wellington, en los ya desparecidos Rianxo de la calle Víctor Andrés Belaúnde y El Frontón de Pedro Muguruza, o en la taberna Casa Salvador de la calle Barbieri. Aunque su lugar favorito, que le quedaba muy próximo a su despacho, era el Ainhoa de José Manuel Ansorena. En el local de la calle Bárbara de Braganza organizaba los viernes por la tarde su partida de mus con un grupo de amigos, ninguno de ellos de la beautiful de las finanzas.
Delgado se alejaba del patrón del típico snob de la jet: ni tenía ni alquilaba yate, ni disfrutaba de un casoplón en Marbella, Ibiza o Sotogrande, ni realizaba viajes a resorts de lujo. Podía económicamente, pero no le atraía. Prefería la discreción y la normalidad. Durante muchos años veraneó en los meses de agosto con Pepa en la misma casa, cerca del mar, que alquilaba en un pueblo de la costa almeriense. Se llevaba una caja repleta de novelas negras para leer en su terraza sin tener que pisar la arena de la playa.
Aunque abuse de un oxímoron, Delgado era un gran amigo de sus enemigos, pero también enemigo de sus enemigos. Nunca forzó la contienda, pero a lo largo de su carrera de abogado se vio abocado a luchar con un cuchillo entre los dientes. Y como en el ejercicio de la amistad también aprobaba con matrícula en esas lides.
Delgado jamás se aprovechó de una amistad para hacer negocios o jugar con ventaja. Era generoso y rechazaba a los ventajistas. Esa personalidad le causó más de un disgusto, aunque tuvo la ventaja de disfrutar de una cartera de buenos clientes. El buen funcionamiento del despacho siempre le proporcionó independencia.
Desde su despacho en la Plaza de las Salesas, muy cerca al Tribunal Supremo y la Audiencia Nacional, luchaba por los intereses de grandes empresarios como Manuel Lao (Grupo CIRSA), Juan Abarca (Hospitales Madrid, del que fue secretario del Consejo) o José Ramón Carabante (propietario del equipo de Fórmula 1 Hispania Racing). También formó parte del Consejo de Administración de ACS de Florentino Pérez, en representación de los Albertos y la familia March.
El trabajo de Delgado y de su inseparable Pepechu resultó clave para que Alberto Alcocer y Alberto Cortina –los Albertos– fueran absueltos por la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo de un delito de estafa. Votaron a favor 11 de los 18 magistrados de la Sala General. Los magistrados consideraron oportuno aplicar la doctrina del Tribunal Constitucional sobre la prescripción de los supuestos delitos en el caso Urbanor.
La tormenta perfecta
Pero, cuando Delgado se encontraba en la cima profesional y su despacho se cimentaba como uno de los más eficientes del mundo de la abogacía, todos los astros se conjuraron para desatar la tormenta perfecta. Si los romanos construían las ciudades y las casas en función de los elementos astronómicos, los tejados y cimientos de Manolo fueron demolidos por una lluvia de meteoritos. Aunque él era un hombre recio de secano –había nacido en la extremeña Trujillo, villa de hidalgos conquistadores– el mundo se derrumbó a sus pies cuando la segunda semana de febrero de 2009 los agentes de la UDEF entraron en sus oficinas en busca de documentos en medio de la operación Gürtel, ordenada por el juez Baltasar Garzón.
Por culpa de uno de esos miles de favores que realizó sin pedir nada a cambio, Delgado se vio relacionado con una trama de corrupción en la que nunca había participado, como intentó demostrar ante la Fiscalía Anticorrupción, que se cerró en banda a pesar de que las pruebas contra él eran muy débiles o inexistentes. Su delito consistió en viajar a Panamá, a petición de un amigo, a resolver legalmente una estafa que unos panameños habían perpetrado contra Francisco Correa, que luego resultó ser el cabecilla de la Gürtel. ¿Y por qué se prestó a ello? Porque Delgado disponía de contactos en el país del Canal donde CIRSA tenía casinos y porque sus gestiones –por las que nunca presentó ninguna factura– eran plenamente legales. Delgado imputado y entró en una espiral de desgracias que ha culminado con su muerte por un traicionero infarto.
Tras su imputación, Delgado presentó la dimisión de sus cargos en Dragados y ACS, pero ni Florentino, ni los Albertos, ni los March la aceptaron. Seguía siendo una persona honorable, a pesar de los informes desaforados de algunas “manos negras” que usaban la Gürtel como arma política contra el Partido Popular, como finalmente se demostró en la moción de censura contra Rajoy. Finalmente, dimitió cuando el acoso hacia su persona se hizo irrespirable.
Delgado luchó enconadamente durante el procedimiento judicial para demostrar su inocencia, pero chocó con el muro de las fiscales anticorrupción. Intentó demostrar con la ayuda de grandes juristas la teoría del “árbol envenenado”, pero todo la Justicia se mostró más ciega y sorda que nunca.
Manolo esperaba con ansiedad el fin de todo ese calvario, que duraba una docena de años, cuando se celebrara la vista judicial de su pieza de la Gürtel, pero un maldito infarto se lo ha impedido. Por todo ello, sus amigos tenemos la obligación de restituirle su buen nombre y eliminar de su expediente vital el borrón de la Gürtel, fruto de un garabato judicial. Se lo merecen, sobre todo, Manuel, Pepa, Ana, Alicia, Ana Cristina y su nieto Manuel, que lo llamaron así no por su padre, sino por el nombre de su abuelo.
Manolo tenía un enorme corazón, pero no le aguantó.