Volver a empezar
No se recuerda suficientemente que Pedro Sánchez ha dejado ya todo preparado para el nuevo procés que anuncian sus socios independentistas. A la eliminación del delito de sedición y la rebaja del de malversación de fondos públicos se suman los indultos de los doce líderes secesionistas que la Fiscalía y el Supremo rechazaron, éste último por falta de arrepentimiento y por carecer la medida de gracia de razones de justicia, equidad o utilidad pública.
Lo paradójico es que el sanchismo siempre haya cargado la responsabilidad del procés sobre las espaldas de Mariano Rajoy, cuando ahora se echa sobre las suyas la nueva versión después de haber desmantelado la capacidad del Estado de derecho para responder al desafío. Un desafío que esta vez puede ser un verdadero órdago a la democracia española porque, ahora sí, quién está detrás de este segundo procés es el propio Gobierno de la nación.
La amnistía, en este sentido, no deja de ser un arco del triunfo preventivamente levantado para que desfilen victoriosos bajo el mismo el prófugo Puigdemont o los bárbaros de Urquinaona, una vez derrotado y sometido el poder judicial bajo un eficaz y demoledor bombardeo de bolaños, en el sentido literal de la RAE: bolas o pelotas de piedra que disparaban las bombardas y pedreros.
Volver a empezar, como rezaba la película nostálgica de José Luis Garci, pero ahora con la nostalgia de haber perdido los instrumentos que nos protegían a todos de quienes violentaron las leyes para tratar de emprender un camino de enfrentamiento y ruptura. No sólo de Cataluña con el resto de España, sino sobre todo de Cataluña consigo misma, con los catalanes usados de meras cobayas sometidas a los experimentos de falsos profetas que hurgan en los entresijos de los ciudadanos para considerarlos de una casta u otra según su grado de compromiso con sus delirios supremacistas.
Ya llevamos más de un siglo con esto. Lo sabe muy bien el historiador Roberto Villa, que ha rastreado en su ensayo 1923. El golpe de Estado que cambió la Historia de España, tan intenso, iluminador y ameno como su antecesor, 1917. El Estado catalán y el Soviet español, las huellas dactilares del separatismo, entre muchas otras, en el cadáver del régimen constitucional por ahora más longevo de nuestra historia contemporánea: el de la Constitución de 1876.
El sistema establecido por la Carta Magna de 1978 está cerca de igualar sus 47 años de vigencia: en 2025. Pero, no nos engañemos, nuestra España constitucional llegará a ese aniversario con serios destrozos, con sus altas instituciones inmovilizadas, ninguneadas o parasitadas, cuando no directamente cuestionados sus cimientos por una amnistía que asume que nuestro Estado de derecho nunca debe defenderse de quienes lo tratan de demoler.
La de la monarquía liberal finiquitada por el golpe militar de Primo de Rivera, un «alzamiento de guante blanco» aceptado por todos, incluso por la UGT y por su líder, Francisco Largo Caballero, que colaboraría con la dictadura como miembro de su Consejo de Estado, es una época sin parangón con la nuestra en todos los aspectos. Del desastre de Annual al poder en la sombra de las extintas, pero aún efectivas, Juntas de Defensa, del pistolerismo de la CNT y el Sindicato Libre a la agitación social de las huelgas revolucionarias, el crepúsculo de la Restauración se avecinó entre fogonazos de pólvora.
Pero, como el propio profesor Villa reconoce, subyacen en este capítulo de nuestro pasado lecciones que podrían ser muy provechosas para el momento actual, si se saben leer e interpretar. Sus ensayos «1917» y «1923» ofrecen muchas facilidades para ello, afortunadamente.
En relación con el secesionismo, nada nuevo bajo el sol. Hay elementos inmutables, como la propensión a pisar el acelerador de la ruptura para responder a los fiascos electorales o, como actualmente, ante la propia corrupción o la ineficacia de la gestión. También el odio a España, cifrado en consignas como aquel «¡Viva la República del Rif!», proferido por los exaltados en el homenaje del 11 de septiembre de 1923 al monumento del austracista Casanova, cuando estaba muy vivo el recuerdo de las masacres de Annual y Monte Arruit.
En cuanto al declive institucional, y por trazar también una línea paralela a la crisis de 1917 y 1923, basta poner como ejemplo la grave situación del Congreso, piedra clave del sistema constitucional como garante de la libertad política, achicado en su función legislativa y de control, con una presidencia que a veces parece más una agradecida hooligan que paga el favor de su aforamiento, que una figura institucional «superpartes».
Pero el libro del profesor Villa apunta a otra realidad pesante que explica con meridiana claridad el declive del sistema de la Restauración: los problemas de eficacia y efectividad de aquella monarquía constitucional no provenían tanto del poder de sus adversarios como de la división de sus partidarios. Traducido al momento de hoy, la imposibilidad de cualquier entendimiento entre los dos grandes partidos supondría la principal amenaza a la democracia del 78, porque es una amenaza de fondo que desarticula la esencia misma de nuestro sistema de convivencia.
Resulta lógico cargar al PSOE la responsabilidad de esta situación por su manifiesta voluntad de perpetuarse en el poder, a costa de acrecentar el de los enemigos de la España constitucional, puestos al volante de la dirección del Estado en el descenso al precipicio, al tiempo que niega toda legitimidad democrática a lo que está a la derecha de su partido. Por eso, el PP tiene también la responsabilidad de evitar sumar ni un solo ladrillo al muro que Sánchez ha decidido levantar por su cuenta y riesgo entre los españoles.
Tomar conciencia de que la crisis del constitucionalismo de 1978 no es sólo cuestión que atañe a uno solo de los grandes partidos, sino que interpela a los dos, es una manera de asumir que las soluciones pueden estar al alcance de la mano si existe verdadera voluntad de parar juntos este rodaje hacia el abismo. Hoy más que nunca, como una centuria atrás, los españoles perciben que los grandes problemas de la nación son los últimos en contar, pues se imponen a ellos intereses personales y partidistas que bloquean sus posibles soluciones.
El profesor Villa ha dejado una rigurosa y amena inmersión en la España de hace un siglo, pero sus análisis nos llevan irremediablemente a la de nuestro tiempo. «Los regímenes liberales, y entre ellos las democracias liberales, no sólo caen ante alternativas que les plantean un desafío existencial, sino también cuando sus reglas básicas se desnaturalizan y corrompen», escribe el historiador en 1923.
Hoy una de esas reglas básicas, como lo era hace cien años, consiste en el reconocimiento recíproco de su legitimidad entre los grandes partidos. Cuando uno resta o anula la legitimidad al otro, también se la resta o anula a él mismo, para acabar así deslegitimando a todo el sistema. Una lección histórica que no debemos olvidar.