Unamuno y Ortega tampoco se habrían puesto pinganillo

Pinganillo, Miguel de Unamuno
  • Pedro Corral
  • Escritor, investigador de la Guerra Civil y periodista. Ex asesor de asuntos culturales en el gabinete de presidencia durante la última legislatura de José María Aznar. Actual diputado en la Asamblea de Madrid. Escribo sobre política y cultura.

En la sesión del 18 de septiembre de 1931 de las Cortes constituyentes de la Segunda República, Miguel de Unamuno defendió una enmienda firmada por varios diputados, entre ellos José Ortega y Gasset, que introdujo que todo español tiene el deber de saber y el derecho de usar el castellano, reconocido como idioma oficial. El enunciado sería recogido con leves variantes en el artículo 4 de la ley de leyes de 1931 y en el artículo 3 de la de 1978.

El escritor y filólogo bilbaíno, diputado independiente por la conjunción republicano-socialista en Salamanca, defendió en esa enmienda el término «español» frente a «castellano», que es el que acabó figurando. «Porque hay que tener en cuenta que el castellano es una lengua hecha, y el español es una lengua que estamos haciendo», explicó.

En la enmienda presentada por Unamuno y Ortega se introdujo el concepto de cooficialidad de las lenguas regionales que luego se plasmaría en la Carta Magna de 1978. «En cada región se podrá declarar cooficial la lengua de la mayoría de sus habitantes», rezaba la propuesta, que a renglón seguido declaraba: «A nadie se podrá imponer, sin embargo, el uso de ninguna lengua regional». El texto definitivo del artículo 4 incluyó esta interdicción, pero podría disponerse lo contrario mediante «leyes especiales».

El propio Unamuno confesó que «no veo muy claro lo de la cooficialidad, pero hay que transigir». «Cooficialidad es tan complejo como cosoberanía; hay «cos» de estos que son muy peligrosos», afirmó. Pero se felicitó de que la enmienda estableciera «que ninguna región podrá imponer, no a los de otras regiones, sino a los mismos de ella, el uso de aquella misma lengua».

Sin embargo, en la Constitución republicana no figuró el término «lengua cooficial». La razón fue que se eligió finalmente satisfacer a la minoría catalana con una fórmula que permitiera casar con el texto constitucional el futuro Estatuto de Cataluña, en el que se reconocería al catalán como idioma oficial, aunque esta condición figuró después compartida con el castellano.

El rector de Salamanca, que estaba a punto de cumplir los 67 años, tuvo aquel 18 de septiembre de 1931 una intervención memorable en defensa del idioma español, acompañada de un canto a las lenguas regionales, pero sobre todo por su papel en el proceso de construcción del español. Para ello recitó poemas de Castelao, presente en el debate como diputado, Rosalía de Castro, Curros Enríquez o Joan Maragall.

No ahorró críticas al «nacionalismo de señorito resentido», para lanzar después su célebre llamamiento a que las regiones españolas se «conquistaran» las unas a la otras. «Yo sé lo que de esta conquista mutua puede salir; puede y debe salir la España para todos», dijo el filósofo, quien había proclamado la República en el balcón del Ayuntamiento de Salamanca el 14 de abril anterior.

«España no es nación, es renación; renación de renacimiento y renación de renacer, allí donde se funden todas las diferencias, donde desaparece esa triste y pobre personalidad diferencial», dijo al final de su intervención, antes de proclamar que nadie como él había defendido la autonomía de las regiones. «Pero así, no. Ni individuo, ni pueblo, ni lengua renacen sino muriendo; es la única manera de renacer: fundiéndose en otro», advirtió.

El autor de «San Manuel Bueno, mártir» expresó su ultraterrenal sueño de que, pasados los siglos, «en la hierba que crezca sobre mí tañan ecos de una sola lengua española que haya recogido, integrado, federado si queréis, todas las esencias intimas, todos los jugos, todas las virtudes de esas lenguas que hoy tan tristemente, tan pobremente nos diferencian. Y aquello sí que será gloria».

Sus palabras en el pleno de la Cámara presidida por Julián Besteiro fueron acogidas al final con «grandes aplausos», según el diario de sesiones. Varios periódicos abrieron sus portadas con el discurso de Unamuno, que estudió el vascuence, pero lo hablaba con dificultad.

Es posible sentir un especial vértigo cuando se evoca, en estos tiempos de desmemoria histórica, la figura de los fervientes republicanos de la primera hora Ortega y Unamuno en la defensa de una España mestiza, sin «la triste y pobre personalidad diferencial» que denunciaba el escritor vasco y que aún hoy se agita como garrote con forma de pinganillo contra el sentimiento común de nación.

«Aquí se nos habla siempre de uno de los mitos que ahora están más en vigor, y es el «hecho». Hay el hecho diferencial, el hecho tal, el hecho consumado», dijo irónicamente Unamuno, levantando carcajadas en el hemiciclo. Por eso es fácil imaginar la reacción del viejo rector ante el «hecho consumado» de la traducción simultánea, pinganillo mediante, en la reciente conferencia de presidentes autonómicos.

A nadie se le escapa la babélica intención de presentar a España como una nación de ciudadanos incapaces de convivir y entenderse entre sí, como si no compartieran un solar y un idioma comunes. A Unamuno y a Ortega no cuesta imaginarlos saliendo de cualquier reunión montada con esa finalidad, dado que se oponían a que se obligara al uso de las lenguas regionales, como hemos citado.

A propósito de esta desquiciada voluntad de convertirnos en extranjeros en nuestra propia casa, como ha denunciado Isabel Díaz Ayuso, Unamuno contó en aquella histórica ocasión de la Cortes constituyentes republicanas una anécdota muy ilustrativa: «No hace mucho, la Generalidad, que en este caso actuaba, no de generalidad sino de particularidad (risas) dirigió un escrito oficial en catalán al cónsul de España en una ciudad francesa y el cónsul, vasco por cierto, lo devolvió».

De verse en la situación vivida en Pedralbes, casi un siglo después de su enmienda al dictamen de la comisión constitucional de las Cortes republicanas, no cabe duda de que Unamuno y Ortega también se habrían opuesto al pinganillo y lo habrían devuelto, quizás a lomos de una de las ingrávidas pajaritas de papel que componía el viejo rector.

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