Sevilla, como Venecia, es una escena de costumbres

Venecia Sevilla

En el libro que sobre Venecia escribió Théophile Gautier, afirmó que esta ciudad italiana parecía plantada por un decorador de teatro, que sus costumbres bien podían haber sido dispuestas por un dramaturgo para el mayor interés de intrigas y desenlaces. Decía que la ciudad tiene esa particularidad que, aunque su drama haya terminado, el decorado del pasado ha permanecido en su lugar.

Como en Sevilla, son cuestiones de efecto: el color, el movimiento, el estremecimiento del aire y del agua, la vida de la gente corriente. Al igual que la Giralda de Sevilla, el Campanile original no tenía escalera. La ascensión se realizaba por una rampa de tan suave pendiente que podría subirse a caballo. Muchas coincidencias se dan entre estas dos ciudades, cuyas gracias amaneradas y espirituales, tan llenas de encanto, hacen que algunos crean que en ellas se es feliz más fácilmente, mientras otros opinan que ambas están viciadas.

Permítanme que insista en lo bonita que es Sevilla, en la magia de este lugar, no es cualquier sitio esta ciudad. Tiene un ensueño oriental inexpresable, lleno de reflejos dorados, impregnado de perfumes de antaño, con resonancias de historias alegres, pasionales. Hay aquí lo que no encontrará en otros lugares. Provoca los condicionantes necesarios para vivir intensamente un sueño. Es un increíble estimulante, casi místico, que hace imposible conocerla y no enamorarse para querer volver. Con sus virtudes, tantísimas, y sus vicios inalterables, Sevilla, cuando se muestra ante sus mercenarios, parece una divinidad malhechora que envenena.

Algunos foráneos consideran que este valle encantado es un paraíso en el que habitan un sinfín de rancias mentes, tan limitadas como soberbias, que adormecen engañándose a sí mismas. Son como efebos asesinados que anhelan una caricia de la cruel Sevilla, la hierática mujer fatal que perdura a todo su infantil parloteo. Describió muy bien esta misma idea un periodista local muy agudo y reconocido, recientemente fallecido: «Si no triunfas en Madrid, malo. Si triunfas en Madrid, peor. Aquí, se expulsa de la cofradía a todo aquel que ose superar la mediocridad ambiente y la indolencia que da el aire». ¿Qué pensaría Antonio Burgos si supiera que se siguen publicando sus viejos artículos al tuntún como reliquia insuperada de una época que ya terminó?

Cielo, nubes, árboles, flores, agua, vestimentas, todo parece empapado de un aura diferente; todo ardiente y fresco como la juventud, seductor y puro. Sólo en Sevilla y en Venecia la belleza se flexibiliza bajo la voluptuosidad de las más preciosas perlas de todo el rico joyero. Si les parece que exagero o que este tema es un poco confuso, piensen en esa tendencia barroca tan española inmersa irremediablemente en nuestra naturaleza y, más concretamente, en mi pluma caprichosa que escribe lo que le viene en gana, con independencia de lo que le dicten las normas. En general, atendiendo más al espíritu que a la letra, puede decirse que, si Venecia es una de las ciudades más bonitas del planeta, Sevilla la reta y se corona con su eterno anhelo de dominación universal. Y no vean ningún matiz político en estas líneas, porque las artimañas de los actuales políticos son tan intrascendentes como penosa es la amalgama de sus componentes.

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