El jeroglífico sanchista de la malversación

Malversación

Los estudiosos que aborden dentro de unas décadas la ominosa etapa de Pedro Sánchez deberán entrar con precaución en el seno de la gran pirámide de mentiras construida a escala faraónica por el líder socialista. El dédalo de falsedades y trampas a que se verán expuestos en su intento de llegar a la cámara funeraria de la España constitucional les demostrará, de hecho, la importancia que tiene en la defunción de cualquier sistema democrático el engaño ininterrumpido como principal atributo del poder.
La última justificación de Sánchez para promover la reforma del delito de malversación que le exigían sus socios para beneficiar a los políticos condenados por el golpe en Cataluña, es una piedra más en este camino de suplantación de la verdad. Según su criterio, los españoles ya no están tan preocupados por la corrupción, y se remite para justificarlo a las encuestas del CIS, cocinadas más a la carta que nunca.

Ya es poco pudoroso que un presidente de gobierno se permita minimizar el grado de inquietud de los españoles ante los delitos perpetrados por quienes tienen la responsabilidad de administrar el dinero que sale de sus bolsillos vía impuestos. Pero que lo haga el jefe de filas del partido que ha protagonizado con los ERE en Andalucía el mayor saqueo a las arcas públicas de la democracia, es el despelote total. El ansia de interpretar los sentimientos de la sociedad española respecto a los delitos de corrupción protagoniza también un notable pasaje de la exposición de motivos de la recién aprobada ley orgánica que reforma el Código Penal. Ahí se dice que «la sociedad española ha evolucionado hacia una mayor intolerancia hacia ciertos comportamientos de administración desleal del patrimonio público, si bien nunca equipara su gravedad y castigo con las conductas de sustracción o desvío hacia intereses particulares». Por eso la insistencia de los socialistas en los últimos tiempos, también en los argumentarios sobre el caso de los ERE, en remarcar la incuestionable perversidad de quienes se apropian del dinero del contribuyente para su propio beneficio o el de terceros. Frente a ellos, las almas cándidas que sólo lo utilizan para establecer una red clientelar que les asegure su permanencia en el poder o, más cándidas aún si cabe, las que lo emplean para subvertir el orden constitucional mediante la organización de un referéndum ilegal.

Las primeras excavaciones en las pirámides de Egipto coincidieron más o menos con la introducción en España, con el Código Penal de 1848, del reproche penal al «empleado público que diere a los caudales o efectos que administre una aplicación pública diferente de aquella a que estuvieran destinados». Las penas eran de inhabilitación o suspensión, según la cuantía, y también de multa. Así se mantuvo prácticamente inalterado en los sucesivos códigos hasta su supresión en 1995 con la reforma impulsada por el PSOE. La nueva reforma del Código Penal «implica un regreso al modelo tradicional español», según reza la exposición de motivos de la ley orgánica recién aprobada. Es evidente que esta justificación es incierta en lo tocante a la autoridad o funcionario que destine el patrimonio público a una aplicación pública diferente de aquella a la que estuviera asignado. De haber regresado en puridad a nuestra tradición codificadora, el gobierno y sus socios deberían haber rescatado esta modalidad de malversación sin pena de cárcel, pero se ve que no se han atrevido a tanto, y han dejado sin pena de prisión solo los casos en que no quede comprometido o entorpecido el servicio público al que estuviesen consignados los fondos desviados.

De ahí la nueva trampa en el interior de la gran pirámide sanchista, que consiste en rescatar un antiguo tipo penal que no conllevaba cárcel, para abrir la puerta a una posible rebaja de las penas impuestas a los condenados por el Tribunal Supremo por un delito de malversación pura y dura, asociada a una manifiesta deslealtad en la administración de esos fondos. Y además lo hace sin que la literalidad del nuevo artículo 433 distinga nítidamente entre la legalidad o no del uso desviado de los fondos. Sin duda, este cambalache jurídico-político del sanchismo dejará perplejos a los futuros estudiosos de nuestros días, tanto como lo hicieron los por mucho tiempo indescifrables jeroglíficos de los faraones.

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