El riesgo de matar el mercado del alquiler

El riesgo de matar el mercado del alquiler

El ministro Ábalos, ese señor que cuando habla siempre parece que está a punto de soltar un eructo, está determinado a aprobar una nueva ley de Vivienda para resolver el problema habitacional de este país y ayudar a la emancipación de los jóvenes. Pero la solución a la que le aboca el pacto de gobierno con Podemos, entre las cuales está el control de los precios de los alquileres -a lo que de momento se resiste-, tendría resultados contrarios a los perseguidos, como ha ocurrido allí donde se ha ensayado.

Toda la política sobre la vivienda de Podemos está inspirada en la ideología disparatada de la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, que tiene el mérito indescriptible de gobernar una ciudad en la que ninguna constructora o promotora quiere edificar un solo piso, dadas las condiciones leoninas que impone, y que básicamente consisten en impedir que las empresas ganen un duro, cuando el objeto principal de las empresas consiste precisamente en obtener el mayor rendimiento posible por sus inversiones. Esta señora activista contra los desahucios antes de gobernar la Ciudad Condal aspiraba a que el 30% por ciento del parque inmobiliario presente y futuro se destinase a vivienda social. Así. Por las bravas. ¿Cuál ha sido el resultado? Cero.

Ninguno de los pisos eventualmente habitables se ha puesto a disposición de inquilino alguno y desde luego no ha habido compañía que haya acompañado un objetivo que, dadas las condiciones que se ofrecen, nada entre la expropiación y el ataque directo a la propiedad privada, que es la clave de la civilización. A mi juicio, por muy extemporáneo o delirante que les parezca, lo que ocurre en nuestro país con el mercado inmobiliario, y también con el mercado laboral, tiene que ver con algunos defectos notables de la Constitución española.

En el relato de derechos que se hace en la Carta Magna figura entre ellos el derecho a la vivienda y el derecho al trabajo. Pero esta fue una pretensión tan bien intencionada como errónea. Sólo son derechos aquellos que puede garantizar el poder público, y es evidente que en los casos a los que me refiero, esto es ontológicamente imposible. De otra forma, todos los ciudadanos gozarían de vivienda, ya sea en propiedad o en alquiler, y todos estarían ocupados, y la evidencia empírica demuestra que ni todos pueden acceder a una vivienda ni trabajan, como es el caso de un país que tiene desde hace décadas la tasa de paro más alta de Europa.

Una cosa es que el Estado, y el Gobierno que lo dirige en un momento determinado, haga los esfuerzos necesarios para impulsar un acceso generalizado a la vivienda en condiciones favorables, y que apruebe las normas precisas para facilitar al máximo la ocupación de la fuerza laboral y otra muy distinta es que ambas aspiraciones humanas constituyan derechos. En realidad, y muy frecuentemente, los poderes públicos aprueban leyes y enarbolan políticas que son contraproducentes para alcanzar los fines sociales que dicen perseguir.

Por ejemplo, la rigidez del marco laboral, el extenuante poder negociador de los sindicatos -que se quiere reforzar-, y los obstáculos para que las empresas puedan actuar con las mayores dosis de flexibilidad sólo abocan a un paro rampante. Por ejemplo, el propósito de controlar los precios de los alquileres sólo servirá para impedir que bajen, como por otra parte ya está sucediendo producto del ajuste natural del mercado debido a la caída de la demanda que ha provocado el declive de la actividad económica con motivo de la pandemia.

Hay mucha gente firmemente convencida de que el Boletín Oficial del Estado y que la intervención pública están genuinamente concebidos para satisfacer sus caprichos. Que como ha sostenido siempre el peronismo, y el populismo en general, allí donde hay una necesidad nace un derecho. Pero como es natural, y ha pasado en todos los lugares donde se ha aplicado como París o Berín -y ahora está ya en franca retirada-, una norma para controlar los precios del arrendamiento -y en España ya tuvimos una larga experiencia disuasoria con los nocivos alquileres de renta antigua- tendrá el efecto opuesto al deseado ya sea con la mejor intención del mundo. Lo que hará es restringir intensamente la oferta, disminuir la movilidad residencial, aumentar mucho más los precios en aquellas zonas que queden al margen de la regulación y, lo que todavía es peor, fomentará la inseguridad jurídica, la corrupción y el mercado negro. El resultado inmediato del control de los precios será que menos propietarios estén dispuestos a poner sus viviendas en régimen de alquiler, una tendencia que ya se aprecia desde que la nueva ley de arrendamientos urbanos exige contratos por una duración de cinco años para el caso de particulares y de siete años para el caso de empresas, un periodo excesivo que atemoriza y disuade a los propietarios.

La única manera de que baje el precio de la vivienda es aumentar la oferta liberalizando el suelo -sometido actualmente a una regulación manicomial-, agilizando los desarrollos urbanísticos y facilitando la labor de los grandes operadores, ideas ajenas por completo a los postulados de la izquierda, que siempre ha contemplado la construcción de pisos y el empuje correspondiente de la propiedad privada como un hecho especulativo socialmente perturbador cuyos efectos nocivos la derecha tampoco ha sabido combatir.

Cuanta menos regulación haya más rápidamente crecerá la inversión en vivienda y más se moderarán los precios. Es muy esperanzador que el actual Gobierno de la Comunidad de Madrid haya anunciado que se opondrá a poner límites al mercado del alquiler, así como su propósito de acudir a la Justicia en caso de que se impongan medidas en materia de vivienda que socaven sus competencias.

En el acuerdo de investidura entre el Partido Socialista y los comunistas de Podemos se puede leer que “el derecho a una vivienda digna es un derecho nuclear del que se deriva el disfrute de otros derechos básicos. Lo grave es que un derecho crucial se haya gestionado como un bien de mercado hasta convertirse en un problema transversal por el que decenas de miles de jóvenes no pueden independizarse ni formar una familia”. Todas estas bellas palabras suenan bien, sobre todo si a los comunistas de Podemos les interesara de verdad la independencia económica de las personas y la institución familiar, pero este no es el caso, y lo peor de estas manifestaciones es que tienen escasa utilidad si acaban convirtiéndose en leyes.

No hace falta una nueva ley de Vivienda en España que profundice los errores de la que ya tenemos. Hay que dejar actuar al mercado, que ya está produciendo su ajuste correspondiente tanto en el precio de los pisos como en el de los alquileres. Lo que es urgente es una ley del Suelo que establezca que todo el que existe en el país sea urbanizable salvo por cuestiones relacionadas con la protección del patrimonio artístico o medio ambiental.

En la capital de España, algunos apuntes de lo que sostengo se han producido por fin con el desarrollo de Madrid Norte, con las próximas construcciones en el antiguo campo del Atlético de Madrid -el Vicente Calderón- y con los terrenos de los antiguos cuarteles de Campamento. En Barcelona, el problema del urbanismo sigue siendo aterrador, y se debe a prejuicios ideológicos y a falta de preparación política y comercial de sus gobernantes, es decir, de Ada Colau, o sea de Podemos, que quieren imponer en el resto de España ideas probadamente fracasadas.

Si a los problemas del mercado inmobiliario añadimos el fenómeno insólito de la ocupación, consentida e incluso alentada por los socios radicales del Gobierno -un suceso inédito en Europa-, así como los obstáculos a los desahucios, tenemos el cóctel perfecto para expulsar cualquier clase de inversión. Y España es una nación que está necesitada perentoriamente de inversión nacional y sobre todo extranjera, que no llegará si no tiene asegurada la rentabilidad que espera por ocupar su capital buscando el rendimiento correspondiente. Nadie en su sano juicio cederá pisos sin la esperanza de obtener un beneficio ni por supuesto tampoco nadie pondrá en el mercado viviendas en alquiler con los precios topados.

A diferencia de los falsos derechos a la vivienda o al trabajo, el derecho a la propiedad privada sí es un derecho genuino, base de la libertad, de la prosperidad individual, del progreso comunitario y de la civilización. Está en manos del Gobierno protegerlo y preservarlo fomentando las leyes precisas y expeditivas para acabar con la ocupación criminal y procurando el marco normativo idóneo para que las deudas se honren sin excepciones, sin quitas ni gaitas, evitando al máximo la morosidad letal y favoreciendo de este modo la función de intermediación financiera de la banca, que es el corazón del sistema económico.

Si aún conservan alguna duda sobre el derecho natural a la propiedad privada, y han tenido la fortuna de tener hijos, reparen en su infancia, cuando les regalaban algún objeto, por trivial que fuera. ¿Qué decía el niño cuando, bromeando, se lo querías quitar de las manos? Noooo. ¡Esto es mío, es mío! Pues eso.

 

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