La religión totalitaria del cambio climático

La religión totalitaria del cambio climático

«En Comala hace tanto calor que los muertos regresan del infierno por cobijas»

‘Pedro Páramo’, de Juan Rulfo, 1955.

Las profecías sobre el fin de la humanidad tal y como la conocemos han sido recurrentes en la historia. Jamás se ha cumplido ninguna. Ya de joven oí hablar de que había demasiada gente en el planeta en relación con los alimentos capaces de satisfacerla hasta que el hombre inventó lo de los transgénicos. Después también escuché que el petróleo se iba a acabar, y ha sucedido lo contrario, que Estados Unidos exporta ahora más crudo que los países árabes gracias a las técnicas extractoras probadas con suerte allí. Mi conclusión es que cada vez que un progresista anuncia el fin del mundo, éste tiene más futuro, gracias a los resultados que proporciona la mente humana, que es maravillosa siempre que no sea malversada por el socialismo.

Pero no desviemos la atención del asunto del momento, que es el cambio climático, y el informe que ha elaborado el grupo de expertos de la ONU al respecto sobre la situación catastrófica en la que se encuentra la Tierra. Según este dosier, los efectos del cambio climático son reales, algunos son irreversibles y durarán siglos incluso en el mejor escenario. Según los defensores del apocalipsis en ciernes, esto va a misa. No hay nada que discutir. El informe que ha elaborado el panel internacional gubernamental creado al efecto es palabra de Dios. Cierra de manera contundente la puerta a los escépticos que llevan décadas agarrándose a los márgenes de error de la ciencia para cuestionar lo que ven sus propios ojos. Yo soy uno de ellos, claro.

Han bastado unas inundaciones monstruosas en Alemania, que estaban avisadas por los organismos competentes a los que no prestaron atención los políticos de turno, o los incendios devastadores en California y otros infortunios parecidos, para mezclarlo todo en la coctelera y afirmar, sin derecho a réplica, que no hay absolutamente duda de que la actividad humana, principalmente a través de la quema de combustibles fósiles, es la que provoca la acumulación de gases de efecto invernadero que atrapan el calor en la atmósfera y elevan la temperatura del planeta. Y lo dicen después del desastre que nos causó Filomena en España y su nevada terrible.

¿Debemos resignarnos ante esta sarta de falsedades alimentada sólo por el espíritu crematístico? La ONU es una organización política y poco democrática al servicio del progresismo universal. Los que trabajan para ella con sueldos envidiables, también. La causa del ecologismo es en estos momentos la más remunerada de todas las posibles y beneficia a muchas empresas que como es natural sólo piensan en su cuenta de resultados. Estas que pugnan por ejemplo por la aberración del coche eléctrico. Pero quizá convendría aclarar que estas compañías han distraído su verdadero objetivo, que es satisfacer las demandas de los ciudadanos al mejor precio posible para intentar vivir de la subvención del Estado o de la Unión Europea, que augura un futuro mucho más confortable.

Como bien ha explicado Jano García en Twitter, primero nos dijeron que íbamos a morir todos congelados, ahora aseguran que asfixiados. Es decir, el ente abstracto bautizado como comunidad científica, que lleva décadas errando en sus previsiones apocalípticas, se ha conjurado para aterrorizar a la población. Pero esto sólo tiene un único objetivo: controlarla. Es lo mismo que ha sucedido con la pandemia, con el impulso de la delación, con el hecho incontestable y desgraciado de que la mayoría de la gente hoy en España siga llevando la mascarilla por la calle. La difusión del terror a gran escala está fabricando ciudadanos serviles y cautivos del poder político de turno, que es temible si está al mando el socialismo.

La ONU, que carece de toda clase de prestigio internacional entre la gente con sentido común, está contribuyendo a infundir este miedo cerval al progreso, atacando el comportamiento consuetudinario al que debemos nuestro bienestar. Pensemos un poco. Hace ya diez años que el caradura de Al Gore pronosticó una glaciación y algo parecido al fin del mundo, y aquí seguimos; que antes se predijeron hambrunas terribles, un agujero de ozono letal para la Tierra, que las Maldivas estarían en estos momentos bajo el agua, que la Manga del Mar Menor habría desaparecido, que los niños no sabrían qué es la nieve -¡ay Filomena!, y que el Ártico se quedaría sin hielo. Pero la verdad es que el hielo del Ártico sigue igual que antes y que la cabaña de osos polares continúa con buena salud.

Quizá la persona que más horas ha ocupado en deshacer la pátina científica que recubre este asunto es el empresario español y escritor habitual en Expansión Fernando del Pino Calvo-Sotelo -Fpcs.es-. Él ha sostenido siempre con todo lujo de detalles cómo la afirmación de que la subida de las temperaturas procede del CO2 causado por el hombre no está respaldada por la evidencia empírica y sólo responde a intereses políticos espurios en busca de poder, así como a intereses económicos deshonestos. Ha relatado cómo existe constancia científica de que el clima del planeta es cíclico y ha estado variando desde el albor de los tiempos, de manera que la historia geológica de la Tierra ha sido una sucesión de épocas frías y templadas que se han producido por causas naturales.

También ha aclarado que la organización intergubernamental de la ONU llamada IPCC, que es la que está detrás de los mensajes apocalípticos sobre el calentamiento global, es una entidad básicamente política cuyo objetivo estatutario es buscar exclusivamente las causas del cambio climático que puedan tener su origen en la acción humana, excluyendo las naturales como la actividad solar, los océanos o las nubes, y que a estos efectos ha torturado los datos que ha obtenido durante los últimos 25 años -que jamás han demostrado sus tesis- para provocar una ola de miedo y la correspondiente acción política de respuesta, como estamos viendo. De hecho, según las propias averiguaciones del IPCC, está probado que ni los huracanes, ni las sequías, ni las inundaciones han aumentado desde hace un siglo. Lo que ha aumentado masivamente es la información en los medios y en las televisiones sobre estos fenómenos naturales y sus consecuencias a veces devastadoras.

El Premio Nobel de Física Robert Laughlin ha escrito que no tenemos poder para controlar el clima, cuya variación es una cuestión de tiempo geológico, algo que la Tierra hace de forma rutinaria sin pedir permiso a nadie ni dar explicaciones. Otro premio Nobel de Física, Ivar Giaever, ha criticado abiertamente “la pseudociencia del cambio climático”, que parte de una hipótesis aparentemente intuitiva y se centra en buscar sólo aquellos datos que puedan apuntalarla, silenciando u omitiendo cuantos puedan cuestionarla, exactamente lo opuesto al método científico.

Según el señor Del Pino, al que honro con esta mención, ni el hombre controla el clima ni estamos abocados a un apocalipsis. Ni rápido deshielo, ni aumento preocupante del nivel del mar o de los huracanes ni demás cuentos de terror. Estamos ante una agresiva agenda de poder, basada en una ideología totalitaria -que llama a los disidentes ‘negacionistas’, el adjetivo criminal reservado para los que niegan el Holocausto judío- maltusiana y pagana, promovida por una poderosa y ruidosa minoría para manipular a la opinión pública. Es una ruidosa minoría, sin embargo, que, en alianza con la sacrosanta dictadura de lo políticamente correcto, que es un animal grotesco pero feroz, ya se ha hecho con las riendas del poder, condenando al ostracismo y a la muerte civil al que muestre cualquier atisbo de reserva o desalineamiento.

El eminente físico francés Pascal Richet ha refutado con datos la creencia de una relación causa-efecto entre aumento de dióxido de carbono y aumento de temperatura. La cerámica, la metalurgia, los morteros de cal y cemento, las máquinas de vapor, la luz artificial, los motores de explosión y de reacción, la producción de electricidad, todos estos avances tan familiares han estado indisolublemente ligados al fuego y, por tanto, a la producción de dióxido de carbono (CO2) mediante la combustión de madera, gas, petróleo u otras sustancias.

El aumento de la población mundial y el incremento del nivel de vida han provocado, por supuesto, un aumento de las emisiones de CO2 a la atmósfera. Según el dogma imperante, se culpa al efecto invernadero atribuido a este gas de una alteración climática con consecuencias catastróficas de lo más variadas y, por tanto, la descarbonización en pocas décadas de las actividades humanas para luchar contra esta perturbación ha de convertirse en un imperativo. Sin embargo, retroceder milenios de ingenio humano es un desafío formidable, como ilustra el coste estimado por el Banco Mundial en ¡89.000 billones de dólares sólo para el periodo 2015-2030! ¿Vamos a hacer caso a estos aprendices de brujo, que sólo son científicos corruptos bien pagados para que los políticos que los han contratado digan lo que tienen asignado de antemano?

Que los efectos del CO2 sobre el clima son mínimos no es, ni mucho menos, una conclusión nueva, aunque los que ya lo han establecido sobre otras bases científicas chocan con el pretendido “consenso” en esta cuestión. Más bien, sirve de justificación para desterrar del debate cualquier idea heterodoxa que cuestione el dogma. El rasgo más inquietante del debate sobre el clima es el deseo de descalificar de entrada al adversario arrastrándolo a otros campos no relacionados con el problema, en lugar de ofrecerle comentarios críticos a los que podría responder científicamente. Sorprendentemente, el libre debate en que se ha basado el progreso científico en la Historia ha sido sustituido por acciones propias del totalitarismo como la difamación, el intento de silenciamiento y la persecución del disidente bajo la amenaza del ostracismo. En eso estamos, y los medios de comunicación españoles ocupan un lugar estelar al respecto.

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