Regeneración o muerte

Regeneración o muerte

Parece que ganará Rajoy y seguramente por más holgura incluso de la que le otorgan unas encuestas que cambian con la misma rapidez con la que en la trepidante Liga española de fútbol pasas de ángel a demonio o de demonio a ángel. Lo que hoy es un dogma de fe demoscópicamente hablando puede quedar reducido a la condición de mentira supina en 10 días. No más. Todo dependerá del sentido en que los españoles resuelvan el enigma del que, más por méritos propios que ajenos, se ha convertido en el indiscutible protagonista de las terceras elecciones más importantes desde que regresó la democracia a España. En las de 1977 el centro del debate era, obviamente, Adolfo Suárez. En las de 1982, las que culminaron la Transición al ganar los que habían perdido la guerra, ese rol lo jugó el Felipe González de los 202 diputados. Y ahora todos miran a un muchacho que ha llegado por culpa de su brillantez y gracias al desprecio de un sistema que no lo asesinó civilmente a su debido tiempo precisamente por eso, porque no lo consideraban, porque no existía para ellos, porque lo catalogaron de político autonómico catalán. No hace falta decir que me refiero a Albert Rivera. Un Albert Rivera que está por ver si es el inquilino de La Moncloa o, simplemente, el cerrajero.

Gane Rajoy, gobierne Sánchez o presida Rivera (Pablemos no cuenta por mucho que nos suelte el rollo ése de que van a dar la vuelta a los sondeos), el gran debate de la próxima legislatura será inevitablemente el de la regeneración democrática. Sea presidente el uno, el otro, el de más allá, o el de más acá, ninguno podrá sortear esa agenda de grandes reformas éticas que la sociedad española demanda a gritos. El ciudadano al que los españoles arrendemos el Palacio de la Carretera de La Coruña hasta 2019 deberá ponerse al frente de la manifestación por la regeneración de este país o la manifestación por la regeneración se lo llevará por delante. Así de sencillo. No sólo eso: tendrá que implementar esta agenda en cuatro años. El que deje los deberes para ese mañana que es 2020 tendrá 0+0=0 opciones de repetir mandato.

La Agenda 2019, que es como denomino a este paquete de medidas regeneracionistas, debe comenzar por la supresión de esos aforamientos más propios del medievo que de una nación moderna de ciudadanos libres e iguales. Esta institución se creó in illo témpore para proteger a los parlamentarios del rey, que solía imputar falsamente delitos para borrar del mapa a los parlamentarios que no le caían en gracia. No es de recibo que en España haya 17.621 personas (sumando toda clase de políticos, jueces y fiscales) que se someten a un fuero especial sorteando el principio constitucional del juez natural. La cosa adquiere tintes delirantes si tenemos en cuenta que entre estos 17.621 intocables figuran diputados regionales, los consejeros del Tribunal de Cuentas e incluso ¡¡¡los adjuntos a los defensores del pueblo autonómicos!!! A estos 17.621 ciudadanos de primera los juzgan salas de lo Civil y lo Penal que las más de las veces han sido nombradas directa o indirectamente por el poder político. Así se explica que José Blanco, por ejemplo, se fuera de rositas en el caso Campeón pese a que el magistrado instructor se mostró partidario de solicitar al suplicatorio. Y, desde luego, el hecho de que haya tribunales especiales da la sensación al hombre o a la mujer de la calle de que hay magistrados mejores que otros. Implica, en definitiva, la suposición de que un tribunal superior será mejor y más justo que otro inferior. En fin, una demencia.

El gran debate de la próxima legislatura será inevitablemente el de la regeneración democrática

Los aforamientos no sólo nos distancian de la justicia, de la ética y hasta de la estética. Nos convierten en un oasis en el mundo libre. En Reino Unido y Estados Unidos simplemente no existen. En Alemania sí: uno, el presidente de la República. En Italia esa gracia sólo la ostenta el presidente, Sergio Matarella; al primer ministro lo juzga un tribunal ordinario como a la canciller en Alemania. En Francia gozan del fuero el presidente de la República y los ministros. Nadie más. Haciendo un somero repaso concluimos que mientras Obama, Cameron, Merkel y Renzi carecen de esta gracia, aquí la disfruta hasta el último mindundi del último parlamento autonómico.

Las listas abiertas es otra de las exigencias que, sí o sí, tendrá que hacer realidad el hombre (otro anacronismo, no hay mujeres candidatas) que lleve la vara de mando de un país todavía llamado España. Listas abiertas o desbloqueadas. ¿Por qué yo me tengo que comer una lista del partido que me gusta si en ella figura un golfo de tomo y lomo? ¿Por qué tiene que ser el número 1 de la lista un tipo que me causa arcadas desde el punto de vista intelectual? ¿Por qué no puedo yo mandar a su casa al golfo y situar en la cúspide al mejor intelectual y moralmente? ¿Por qué, por ejemplo, no puedo elegir en Madrid a 20 diputados de un partido, a 12 de otro y a cuatro de uno tercero y me tengo que chupar los 36 de una sola formación? Antes o después, llegarán las listas abiertas o desbloqueadas. Se le pueden poner puertas al campo un poco de tiempo, bastante tiempo, pero no todo el tiempo.

Tan obvio es que hay que obligar por ley a la celebración de primarias en todos los partidos políticos. Si no, la democracia continuará enlatada o precocinada. Cosas de una democracia de baja calidad como la española. La no imposición de elecciones internas de los candidatos nacionales, europeos, autonómicos, provinciales, insulares y municipales, provoca el refuerzo de la dictadura de los partidos, el clientelismo, en resumidas cuentas, la mafia politiquera cuando no la corrupción pura y dura. ¿Por qué al aspirante del PP lo tienen que elegir 2.000 personas cuya soldada depende de la voluntad del mandamás y no los 750.000 militantes o los 7, 8 ó 10 millones de simpatizantes? ¿Por qué un político brillante tiene que pasar siempre por el filtro del apparatchik de turno que, normalmente, es un político profesional cuyo coeficiente intelectual es inversamente proporcional a su amor por el trinque o la mamandurria? Basta ya de dedazos divinos.

Tres cuartos de lo mismo sostengo respecto a otra circunstancia antediluviana que permanece indeleble en la Constitución: la de la prevalencia del hombre respecto a la mujer en la sucesión al Trono. Este artículo, el 57.2, choca frontalmente con el que sacraliza la igualdad entre «varón y mujer», el 14. Una contradicción sideral que nunca tuvo que ver la luz pero que 40 años después hay que enterrar de una vez y para siempre. No creo yo que modificar la Carta Magna provocase ningún lío jurídico en el seno de la Familia Real toda vez que la Infanta Elena tiene claro que su hermano es el Rey legítimo de todos los españoles con la ley en la mano, por muy injusta que fuera con ella en 1978.

Seguramente el más acuciante de los epígrafes regeneradores es el que atañe a la Justicia. Hay que tirar a la basura el actual sistema de elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial, que no es precisamente un elemento decorativo en nuestro sistema democrático sino todo lo contrario. El CGPJ tiene la potestad delegada por la Constitución de resolver los ascensos y las sanciones en la carrera. Casi nada. Ergo, un juez que vaya por libre tiene las mismas opciones de llegar al Supremo que España de poner a un hombre en la luna. Los 20 integrantes del Gobierno de los jueces tienen que ser elegidos por los propios magistrados. Y, si se quiere respetar la farragosa letra del legislador constituyente, que al menos 12 de esos 20 sean designados por sus compañeros. Resucitar a Montesquieu del agujero en el que lo sumió Alfonso Guerra en 1985 es condición sine qua non para recuperar la confianza en una Justicia politizada hasta la náusea. No hay más que ver las reverencias que los prebostes judiciales ejecutan ante el poder ejecutivo cada vez que coinciden en un acto. Este proceso modernizado pasa inexorablemente también por acabar con ese hipergarantismo que provoca la eternización de todos los procesos. Con que nuestro sistema sea garantista basta. No olvidemos que si la Justicia es lenta, es menos Justicia.

Más deberes para el que venga: profesionalización o cierre de las propagandísticas televisiones públicas, abolición de la publicidad institucional en los medios de comunicación privados, jubilación de las diputaciones, creación de Juzgados Anticorrupción, incremento de los salarios de los políticos (sí, lo que leen) para que lleguen los mejores y los que estén tengan menos tentaciones de robar, inclusión de la pena de cárcel en las condenas por prevaricación (lo que oyen, dictar una resolución injusta a sabiendas conlleva como mucho una inhabilitación), exclusión de las listas electorales y de la vida política activa de los imputados por corrupción económica y establecimiento del delito de enriquecimiento injustificado (el que no pueda justificar su patrimonio, al banquillo). Y, aunque esto son palabras mayores, antes o después habrá que acometer el proceso de lo que yo bauticé como universalización democrática. Es decir, que la democracia impere en todos los ámbitos de la vida, desde una comunidad de vecinos hasta una federación deportiva, pasando por toda suerte de colegios profesionales y asociaciones gremiales. No es de recibo, por ejemplo, que al presidente de una federación lo elijan los miembros de la Asamblea, ciento y pico en el mejor de los casos, y no los 100.000, 200.000 ó 500.000 federados. Hay que llevar la democracia hasta el último de los rincones, hasta el más nimio de los colectivos. Por tierra, mar y aire, que diría aquél.

Dentro de dos domingos el concepto mayoría absoluta quedará abolido no por la gracia divina sino por la sacrosanta voluntad de la soberanía popular. Una gran noticia por cuanto los mejores periodos en estas 10 legislaturas han coincidido con aquéllas en las que había mayorías minoritarias: la primera y la segunda (1977-1982), aquella del 93 al 96 en la que se vino abajo el dique de la perversa hegemonía felipista y un levantamiento de alfombras para la historia y la primera de un José María Aznar que dio la vuelta a la economía y sentó las bases de la modernización de nuestra economía. A quien Dios se la dé, que San Pedro se la bendiga. Pero que no olvide la gran exigencia colectiva de los 45 millones de almas que componen este gran país: la resurrección de ese afán por una España mejor que tan bien resumió Joaquín Costa. Pues eso: regeneración o muerte. Política, claro.

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