¿Por qué no les llaman terroristas?
La RAE define “terrorismo” como “actuación criminal de bandas organizadas que, reiteradamente y por lo común de modo indiscriminado, pretende crear terror y alarma social con fines políticos”. Aunque el nivel de erudición del órgano rector de la lengua tras oficializar “descambiar”, “acadabrante” y “norabuena” amerite un serio correctivo, continúa siendo un aval inapelable cada vez que algún rutilante tertuliano rebate algo que lejos de ser opinable, es una simple definición. Así que tiré de ella en el verano de 2015. En un plató cuando pregunté a Javier Trías en Espejo Público “si consideraba que podía ser cargo público tras utilizar aquellos 65.000€ públicos para alquilar el Banc Expropiat a los terroristas de las CUP”. Trías se apresuró a decir que las CUP no eran terroristas y que lo suyo no era un impuesto revolucionario impuesto a los catalanes”. El ex alcalde de Barcelona se desconectó de aquel directo y yo pasé de la regularidad a desaparecer de la mesa política de aquella televisión que, con la mordaza de la corrección política, soslayó la realidad criminal de esa organización a la que, como máximo, se atrevió a tildar de radical.
Entre la kale borroca de las calles de Gracia en aquellos días trotaba, marcado como una res con simbología antifascista, una camiseta del nuevo Gara batasuno con el que antaño daba la prueba de vida Ortega Lara, y O-D-I-O tatuado en los nudillos, el concejal cupero del Ayuntamiento de Barcelona Josep Garganté, conocido por amenazar con cortar el cuello al Rey y por acosar a un médico catalán para cambiar un parte de urgencias en el que un mantero debía pasar de accidentado por una caída a maltratado por un guardia urbano. No le llamen radical. Llámenlo terrorista. Llamen terrorista a José Téllez, concejal cupero que soñaba públicamente con pegarle un tiro en la frente a Xavier García Albiol, presidente del PP de Cataluña con cuya cara el panca-batasuno se fabricó una diana. Fue selectísima práctica terrorista aquella practicada contra el tricornio picoleto por ETA cuando abrieron en canal más de 200 vidas beneméritas, y ésta no comenzaba cuando cuarteles como el de VIC saltaban los por aires, sino cuando estos eran señalados como blanco. Hoy la Guardia Civil ha pedido a los Mossos una “protección y despliegue acorde a las amenazas” por “amedrentamiento y coacciones”.
La verdad inapelable es que las CUP no son radicalidad. Las CUP son una extravagancia concedida a sí misma por la clase política con profundas aptitudes y voluntad para el ejercicio profesional terrorista. No son revolución. Son dependientes inoperativos con la primaria y mamífera habilidad de chupar de su proveedor: la teta del carca democristiano, del currito al que revientan el negocio y el transporte urbano, y de la propia administración pública. No son antisistema porque justamente son el resultado de su fracaso: confirman cómo el ser humano blindado por el subsidio puede convertirse en un vegetal social dispuesto a llegar a la violencia y al terrorismo con tal de no perder el amparo político.
Eso último es justamente lo único que separa a los concejales y diputados de las CUP del suelo del Koxka donde aquellos borrokas apalizaron a los picos de Alsasua. Los 1.235.400 € de subvención anual a su partido. Los 73.144,24€ anuales de Ana Gabriel, diputada. Los 70. 440, 38 € de Mireya Boya, diputada. Los 44.881 € de Gabriela Serra, Mireya Vehí, Benet Salellas y Sergio Saladié. Porque las CUP no son antisitema. Son terroristas con precio demasiado caro. ¿Por qué no empiezan a llamárselo?