Apuntes Incorrectos

¡Qué jóvenes! Dame los pensionistas y los funcionarios

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Si el insigne escritor Josep Plá, que dijo hace tanto que la juventud es la etapa más estúpida de la vida -en la que se cometen las mayores aberraciones- hubiera asistido a esta era moderna, caracterizada por la exaltación de los jóvenes, seguro que pediría seguir bajo tierra para no contemplar el espectáculo. Llevo oyendo más de una década que esta será la generación en la que los hijos vivirán peor que los padres, pero éste es un mantra que no resiste la mínima comparación empírica. Han tenido la oportunidad de estudiar más que nosotros -aunque muchos la han desaprovechado-, viajan a discreción, disfrutan del ocio más de lo que jamás lo hicieron nuestros mayores y suelen tener un grado de bienestar, si no económico, personal, más elevado. Tienen todas las herramientas de comunicación a su alcance, la salud ha dejado de ser un problema para ellos y disfrutan de más tiempo libre que cualquiera de sus antecesores. Algunos dirán que así es porque están en gran parte desempleados, lo cual es cierto gracias a las políticas equivocadas de los que los han situado falsariamente como objetivo principal de su estrategia.

La generalidad de los periódicos y comentaristas coincide en que tenemos una enorme deuda con nuestros jóvenes, que consiste en el llamado ‘derecho al futuro’. En efecto, padecemos en nuestro país una tasa de abandono escolar indecente, un modelo laboral que no permite acomodo razonable para nuestros vástagos, con unos niveles de paro insoportables, y un mercado de la vivienda inasequible para unos sueldos mayoritariamente precarios. Estos aprendices de brujo sostienen que para resolver este gravísimo problema se requiere un nuevo contrato social, que básicamente parece sugerir que los mayores paguen más impuestos para sostener a la tropa. La sociedad los ha dejado en la estacada, aseguran, y así se va construyendo como la lluvia fina ese detritus en el que nada la mayor parte de nuestros descendientes, esa mentira que devora a nuestros jóvenes de treinta años y más, que es muy gorda, según afirma el economista Benito Arruñada: “Les venden la eterna juventud para mantenerlos en la eterna infancia”, para seguir sintiéndose las víctimas del sistema -añadiría yo- y para continuar promoviendo esa revolución permanente que refuta la libertad y la responsabilidad individual que va asociada a la misma.

Para todos estos profetas de un tiempo nuevo hay que construir un país mejor para nuestros jóvenes. Ante esta afirmación pueril, el gran actor Clint Eastwood, republicano y trumpista, opuso que lo realmente conveniente sería construir mejores jóvenes para la nación. Y en España es un hecho que no lo estamos haciendo. La empleabilidad, que es también la clave de la felicidad como siempre se ha entendido, va ligada a la cualificación, pero las leyes socialistas que han dominado la educación desde la llegada de la democracia se han convertido en la máquina de destrucción más perfecta y masiva de la juventud. Ya con José Maria Maravall, y después con Alfredo Pérez Rubalcaba como ministros se desacreditó la formación profesional para conducir a todos los hijos hacia la Universidad en aras del igualitarismo extremo, obviando las aptitudes, querencias y las oportunidades posteriores de cada cual para encontrar un empleo.

La educación básica se malversó, la universitaria se decapó en aras del acceso generalizado a una hemorragia de centros y la consiguiente multiplicación de las titulaciones, y en este ambiente realmente hediondo los padres contaminados han ido permitiendo que sus hijos estudien lo que quieran sin atender a la eficacia de su formación de cara a encontrar un puesto de trabajo. Esto podría parecer una opinión estrictamente sectaria y personal si no fuera porque los informes PISA muestran reiteradamente el fracaso de nuestros estudiantes en lo que se refiera a la comprensión lectora, las matemáticas o el conocimiento de la historia.

Aunque se siga diciendo que la generación actual es la más preparada, todos los sistemas de medición internacional lo rebaten. También es falso que los jóvenes del momento sean bilingües, salvo en Cataluña, donde manejan un idioma vernáculo que, aparte de la comunicación interpares sirve de poco, excepto para enardecer el apego a la tierra y el orgullo de casi todos, para exaltar el independentismo golpista de la mitad de la autonomía, así como para machacar el mundo de los negocios y hundir de paso, con tal pretexto, la economía de la región.

En cambio, los jóvenes que escriben perfectamente inglés, que es el idioma que cuenta, y los que lo hablan y son capaces de hacerse entender en él aún siguen siendo minoría y por tanto poco empleables en una era en la que la competencia es feroz. Esta competencia requeriría desde luego de una apuesta decidida por la excelencia del profesorado y por un reforzamiento de la exigencia sobre los alumnos, pero la estrategia de todas las leyes socialistas ha sido justamente la contraria, y la última de la ministra Celaá, que permite pasar de curso con suspensos e incluso hacer la Selectividad sin haber aprobado todas las asignaturas de bachillerato es ya la apoteosis de la catástrofe impulsada sin clase alguna de escrúpulo desde el poder público.

Aquí en España, gracias a los socialistas ahora en alianza con los comunistas, estamos a otras cosas como la memoria democrática, la igualdad de género e incluso excentricidades fuera del alcance de cualquier imaginación por calenturienta que sea como la última aprobada en el Consejo de Ministros: una normativa para que se enseñe en los colegios a andar en bicicleta así como para crear aulas ciclistas a fin de promover la educación vial porque esto producirá valor para la sociedad en términos de movilidad, pero también de habitabilidad, salud, medio ambiente, equidad y sociabilidad.

Naturalmente, éste es el camino más directo para fabricar una generación de cretinos, ágrafos, aunque enormes velocípedos finalmente adictos al poder filantrópico y ominoso del socialismo que nos gobierna. Porque éste, en contra de la propaganda que exuda en favor de los jóvenes, tiene otros objetivos, otros colectivos que piensa que le pueden dar más rédito a corto plazo: los pensionistas y los funcionarios. El presidente Sánchez no trabaja en favor de la juventud, sino que ha declarado, como su principal prioridad, a las clases pasivas, a los burócratas y a todos los que viven del presupuesto, que son la mayoría de la población activa, muy por delante de los que trabajan en el sector privado. Esos doce millones que están empleados en el sector privado versus los 16 millones que obtienen sus ingresos del sector público. Estas son las dos españas de verdad, la razón por la cual el país no arranca y dudosamente lo hará por muchos fondos comunitarios que reciba.

Si de verdad Sánchez quisiera que los jóvenes encontraran un empleo reduciría el salario mínimo que les impide encontrarlo -hasta 174.000 puestos de trabajo menos según el Banco de España-, ajustaría los costes del despido para que las empresas se animaran a contratar, ayudaría con la intensidad que han demostrado los socios europeos a las compañías productivas, contendría la influencia perversa de los sindicatos de clase y desde luego renunciaría a cualquier eventual subida del sueldo de los funcionarios y de la renta de los pensionistas, como le ha pedido la Unión Europea, y como parece que está dispuesto a hacer. Con una inflación del 2,7%, que puede acabar a finales de año en el 3%, la regularización del poder adquisitivo de los jubilados y de los que trabajan para la Administración podría provocar un agujero memorable en el presupuesto, como ya lo hizo el año pasado, cuando el Ejecutivo se desmarcó de lo que han hecho el resto de los países del entorno.

Este Gobierno, y los medios que lo apoyan -incluso los que no-, enaltecen la defensa romántica de la juventud, animan su grotesco espíritu rebelde de manera espuria, abocándola al infantilismo pueril, pero, en realidad, todas las medidas que adopta son justamente las contrarias de las que facilitarían su acomodo en el mercado laboral, mejorarían su formación e impulsarían un marco laboral flexible capaz de acoger a aquellos que no haya malversado todavía por completo una política criminal dedicada durante tantos años a combatir la excelencia, fomentar la irresponsabilidad personal y destruir el sistema educativo.

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