¿Qué hay debajo de las togas?

togas

En tiempos de fragilidad institucional, cuando la opinión pública es manipulada con precisión quirúrgica y las redes sociales sustituyen al debate ilustrado, emerge un discurso inquietante: el del descrédito orquestado del Poder Judicial. No hablamos de una mera crítica democrática —necesaria y saludable en cualquier Estado de Derecho—, sino de una ofensiva cuidadosamente estructurada, donde el lawfare deja de ser un concepto de ciencia política para convertirse en arma arrojadiza. La acusación de estar politizados, de ser títeres del poder o, peor aún, actores encubiertos de una justicia vengativa, es una losa sobre los hombros de miles de jueces y magistrados que ejercen su función con rigor, independencia y ética profesional.

En este contexto, irrumpe el fiscal Carlos Castresana con su libro Bajo las togas. Errores judiciales y otras infamias. Lo hace, además, en un momento político y judicial extremadamente sensible. El título promete introspección, autocrítica institucional, tal vez una llamada a la mejora desde dentro. Pero su contenido abre un espacio incómodo para la reflexión: ¿Estamos ante una aportación honesta al perfeccionamiento del sistema judicial o ante un ajuste de cuentas disfrazado de ensayo histórico?

El libro repasa episodios judiciales donde el sistema falló estrepitosamente, recurriendo a la exposición descarnada de casos marcados por la pena de muerte, la tortura o las condenas sin garantías procesales. Un recorrido lúgubre por las cloacas del sistema judicial de otras épocas, que, en efecto, existieron. Castresana tiene razón: conocer estos errores es una lección de humildad. Pero cabría preguntarse si esa lección es usada para mejorar o para desacreditar.

Porque hay un riesgo grave en esta operación narrativa: al presentar esas atrocidades del pasado como una sombra aún proyectada sobre la justicia contemporánea, se sugiere —implícita o explícitamente— que la toga actual sigue manchada. Y esa insinuación, más que pedagógica, se torna peligrosa cuando alimenta los discursos de quienes están siendo investigados, encausados o señalados judicialmente, y buscan construir una narrativa de persecución política.

¿Es oportuno este libro? Puede serlo, si se lee como un análisis histórico. Pero en la práctica, Castresana, con su prosa envolvente y su selección milimétrica de casos, está proporcionando un arsenal retórico a quienes ven en el Poder Judicial un enemigo.

¿Acaso no son muchos los procesados que hoy blandirían estos relatos como escudo, envolviéndose en el victimismo de la causa general y el «yo soy el próximo»?

Reducir el debate jurídico a un rosario de errores no es sólo injusto; es intelectualmente deshonesto. Porque una justicia que ha evolucionado, que se somete al control constitucional, que garantiza el derecho de defensa, la presunción de inocencia y la motivación de las resoluciones, no puede ser comparada con aquella que torturaba, condenaba en base a rumores o ejecutaba sin piedad. Ni siquiera para construir una buena historia.

Y por eso, cuando se denuncia el lawfare, cuando se señala con el dedo a jueces y fiscales que simplemente hacen su trabajo, cuando se invoca el pasado oscuro como profecía del presente, conviene recordar que bajo la toga también hay personas.

Profesionales que arrastran jornadas imposibles, medios precarios, presiones
mediáticas y ataques desde todos los frentes. Pero que, a pesar de ello, siguen
impartiendo justicia sin más guía que la ley y la conciencia.

El libro de Castresana podrá tener mérito literario y documental. Pero su contribución al debate sobre la justicia en democracia es, como mínimo, ambigua. Y en estos tiempos de intoxicación política y deslegitimación institucional, esa ambigüedad es gasolina en una hoguera que no necesita más leña.

Porque bajo las togas, sí, hay seres humanos. Pero también hay principios, garantías y responsabilidad. No lo olvidemos.

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