Obama cometió traición, pero nos tememos que no irá a la cárcel

Obama, Estados Unidos

Ya no hay vuelta atrás. O no debería. Tulsi Gabbard, directora de Inteligencia de Trump, ha informado urbi et orbi que ha remitido al Departamento de Justicia de Estados Unidos abundantes pruebas de que el expresidente Barak Obama propició, en colusión con las agencias de inteligencia, la idea de que Trump y Putin se habían puesto de acuerdo para manipular las elecciones a favor del primero, sabiendo que era falso.

Eso es traición, como ha especificado la propia Gabbard, y en Estados Unidos se paga con la muerte. ¿Querían venganza? Pues aquí la tienen, a paletadas.
Que la ‘trama rusa’ era un montaje se sabe ya desde hace tiempo. La investigación del fiscal especial Mueller llegó tácitamente a esa conclusión después de más de un año, centenares de imputados y millones de dólares despilfarrados. Se trataba de deslegitimar a Trump e impedirle gobernar, algo que se consiguió a medias, con la inestimable complicidad de los grandes medios de comunicación, que hicieron de la injerencia rusa una sección fija en sus telediarios.

Pero ahora se dan nombres, con pruebas, y se apunta al fautor de todo el montaje: ni más ni menos que un presidente entonces en ejercicio, lo nunca visto en Estados Unidos.

Ahora se plantean dos interrogantes. El primero, bastante obvio, es si se trata de una maniobra de Trump para que se deje de hablar de la maldita lista de Epstein, el asunto más torpemente tratado por su Administración, que ha provocado la defección de buena parte de los leales MAGA.

La lista, como tal, puede perfectamente no existir, como insisten desde el FBI de Kash Patel y el Departamento de Justicia de Pat Bondi. Pero las declaraciones de Trump, irritado e impaciente, llamando idiotas a sus propios prosélitos por dar importancia al asunto y pretendiendo que el caso Epstein es lo que allí llaman un nothingburger, una no noticia, han hecho un daño quizá irreparable al trumpismo.

Es posible que el bombo y platillo con que se ha anunciado el acuerdo comercial con Japón tenga algo que ver con ese intento de distraer la atención, pero solo hay que tener dos dedos de frente para entender que, entre una red de personajes de la ciénaga chapoteando en orgías perversas con niños y un aburridísimo tema comercial, no hay color.

Así que pasamos a la retribution. O así se entiende, al menos.
Pero aquí entra la segunda cuestión, la otra duda, el creciente temor: que no se atrevan a concluir el silogismo. Porque es lo que hace siempre la derecha convencional, y no solo en Estados Unidos.

Para explicar a qué me refiero basta un ejemplo a este lado del Atlántico: el PP ha acusado a Sánchez de cosas muy, muy graves, de cargos que le deslegitiman. Pero si realmente creen lo que dicen, la consecuencia lógica inmediata es dejar de colaborar con él absolutamente en cualquier cosa. Y no es lo que sucede.

Es decir, muchos norteamericanos temen, no sin motivo, que las gravísimas acusaciones contra Obama y otros altos cargos de su administración queden en eso, en palabras, y nunca veamos al expresidente esposado y con el traje naranja.

Esa es la frivolidad a la que nos tiene acostumbrados la derecha actual. La izquierda reduce a cero el trecho que va del dicho al hecho, y ha sentado varias veces en el banquillo a Trump y le ha sometido a dos procesos de impeachment. Ha metido en la cárcel a colaboradores suyos. En Brasil, Lula da Silva ha colocado una tobillera electrónica a su rival, Jair Bolsonaro. La izquierda, en eso, es mortalmente seria.

No así la derecha, pero en el caso de Trump podría resultar desastroso que todo quedara, una vez más, en agua de borrajas. Si acusas a un tipo de traición, de conspirar para impedir el gobierno de todo un presidente de Estados Unidos, tienes que ser consecuente y llevarle, al menos, al banquillo.

En caso contrario, la base MAGA concluirá que Trump no va en serio, que es un bocazas y un bravucón de bar que habla duro y, a la postre, no hace nada. Y, más grave, que en Estados Unidos se puede cometer uno de los crímenes más graves sin que tenga consecuencias. Que es precisamente lo que se reprocha en el caso del encubrimiento de los crímenes de Epstein.

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