Nuevo periodismo: el desprecio a las buenas formas
Soy profesora universitaria de Periodismo. De forma continuada, insisto a mis alumnos en la importancia de dominar el lenguaje, en la necesidad de controlar con precisión la gramática y la ortografía del castellano -una lengua bellísima, por cierto-, cuyo rico vocabulario ayuda a matizar las ideas con una precisión muy útil y práctica para el ejercicio de nuestra profesión. Persevero en la importancia de la literatura como fuente de conocimiento, pues considero que en ella se esconden todas las claves para la comprensión de la historia de las mentalidades. Ser hábil con la pluma es una de las cuestiones imprescindibles para la transmisión de la información y la mejor manera de controlar el pensamiento de nuestros receptores. Naturalmente, esta concepción mía del ejercicio periodístico puede tener detractores. Lean y opinen, por favor.
El divino marqués preguntaba constantemente a los virtuosos que por qué se habían extraviado en esos senderos del buen hacer. Les decía: “¡Imbéciles! ¿Por qué no me imitáis?”-. Me acordé mucho de él, del marqués de Sade, cuando un conocido periodista anoche, en una fiesta gitana, comentaba jaleoso que no era necesario que se escribiera correctamente, que eso era algo rancio y cursi. Venía a decir que el estilo dejado, más chabacano y popular era el más aceptado y el más adecuado para el ejercicio periodístico. Lo popular es siempre eso: una cuestión de masas, al gusto de la mayoría.
La apreciación del veterano periodista, un señor de cuidado aspecto que debe entenderlo como su bien más preciado, mostraba un claro desprecio hacia las buenas formas literarias. Su forma de decirlo fue algo así como una nota desafinada que retumbaba en sus tímpanos enloqueciendo a las neuronas de los allí presentes. Absorto en la búsqueda de la perfección de su imagen en aquella escena prenavideña, se embravecía ante la aparente falta de aceptación de su premisa. Su tesis era que qué más da la armonía en las formas. La sangre le ardía en una búsqueda de pulcritud escénica. Para embellecer un poco el diálogo, otra periodista más joven, aunque ciertamente nada conocida, le contradijo diciendo que si no había belleza en las formas, el periodismo podía convertirse en un espectáculo de caníbales, jirones de Satán.
El veterano profesional de las letras, conocidísimo en este país, parecía en ese momento un personaje sacado de una novela de terror escocesa. Encontró un terreno fértil de drama monacal con su perversa aseveración. Este individuo, que es en realidad un verdadero coleccionista de sensaciones, bajo el pulso de un exotismo verdadero, vuelca con desenfreno todo el ardor de los sentidos para escribir. Y lo hace muy bien, así lo creo; pero por lo visto hay que hacerlo peor. Las buenas formas literarias están pasadas de moda, según afirmó anoche, y es mejor ir en un vespino a bajarse al moro con el mola mazo como estandarte que sentir la pulsión de los grandes escritores decimonónicos, aquellos que escribían con soberbia pulcritud. Así lo afirmó, y es un señor autorizado, al menos las masas así lo creen; otros piensan que es una “reputación exagerada”.
Ambos periodistas, el veterano y la joven desconocida, a pesar de la euforia de la bacanal gitana, consiguieron calmar a sus corceles interiores y la batalla no llegó a más. Los que estábamos allí expectantes, periodistas y escritores en su mayoría, sentimos que había algo de hipocresía en aquella provocadora sentencia. Para expresar la más íntima honorabilidad, debo reconocer que, tras la escena relatada, el periodista indicado, a quien su carácter no le da sosiego, se deshizo en un éxtasis de melancolía. Debe ser tremendamente cursi todo esto que digo, rancio, rancio, rancio de no poder soportarse.