El Nobel se olvida de la mitad de Colombia
El Premio Nobel de la Paz ha vuelto a partir Colombia en dos como ya pasara el domingo pasado tras el referéndum. Con clara voluntad subjetiva y legitimadora, el Comité noruego ha decidido premiar al presidente Juan Manuel Santos por el proceso de paz pero, a la vez, ha ignorado a los casi 6.500.000 colombianos que dijeron ‘NO’ a un acuerdo por el que las víctimas hubieran acabado humilladas ante los verdugos. La «paz», más allá de un concepto vacuo en el programado marketing político que domina el escenario internacional, debe estar fundamentada en un acuerdo que, en este particular, honre la memoria y resarza a los familiares de los 222.000 asesinados, los 25.000 desaparecidos y los casi 30.000 secuestrados.
Si el motivo principal para conceder este premio eran los «resueltos esfuerzos» por parte de Santos, la candidatura debía estar completada por otro hombre fundamental en la historia reciente del país cafetero: Álvaro Uribe. El expresidente, cuyo padre murió a manos de las FARC, ha luchado decididamente para derrotar a los narcoterroristas. Es cierto que la paz es la mayor conquista en cualquier guerra pero, en gran medida, si Juan Manuel Santos ha podido sentarse a la mesa de unos terroristas muy mermados es gracias al trabajo que desarrolló Uribe cuando estuvo al frente del Estado de 2002 a 2010.
El romano Marco Tulio Cicerón, uno de los políticos más brillantes de la historia, dio la clave hace más de 2.000 años: «Si queremos gozar la paz, debemos velar bien las armas». Fiarlo todo a un pacto favorable para los narcoterroristas sería condenar el futuro de Colombia al mismo chantaje y al mismo terror del último medio siglo. Por eso, y más allá de cualquier intento de instaurar una paz de cartón piedra, este premio hubiera sido una esperanza real para toda la nación de haberse compartido con Uribe. Esos «esfuerzos» que esgrimen en Noruega se hacen con la palabra, pero también con la rigurosa defensa del Estado ante la amenaza del terror. La comunidad internacional puede tener muy claro que, de no haber estado en una profunda crisis, las FARC no hubieran dejado de ser una organización sanguinaria, criminal… terrorista.
Con esta decisión, el Comité del Nobel vuelve a poblar de dudas y suspicacias un galardón que, dado su nombre, debería ser concedido con máxima pulcritud. Sin embargo, el premio a Santos es sólo un capítulo más en la tendencia a impulsar la imagen pública de ciertos políticos como la de Barack Obama en 2009 o, en el peor de los casos, blanquear el currículo de siniestros personajes como el palestino Yasir Arafat o el también político estadounidense Henry Kissinger. Éste último, secretario de Estado durante la Administración Nixon, estuvo implicado en el golpe de Estado de Pinochet en Chile según documentos desclasificados por la propia CIA. En definitiva, y al margen de polémicas, lo deseable es que Colombia consiga esa ‘Paz’ que promulga este premio. Una paz donde las víctimas no tengan que agachar la cabeza ante los asesinos, una paz que sea patrimonio de todo el país y no sólo la aspiración política de unos pocos.