Necesitamos un rugido a lo Churchill

Necesitamos un rugido a lo Churchill

Soy lo suficientemente valiente como para apuntar con mis saetas. Hoy les planteo una comparativa casi al azar. Me ha divertido escribirla, espero que suceda lo mismo cuando la lean. Se intercalan datos de la vida de dos políticos de naturaleza casi antagónica. Padezco de anglofilia. No creo que eso sea un pecado, pero aviso porque se me nota el plumero nada más arrancar. Prudente, calma enemiga, eunucos, obispos, capitanes y cocheros, perdonen mi osadía al comparar unas esbeltas columnas doradas con dos sátiros grotescamente atenuados. Esta es la realidad que nos ha tocado vivir.

Winston S. Churchill, haciendo gala de su conocido sentido del humor, dijo que Gran Bretaña era el verdadero león, que él sólo le había puesto el rugido. Cuando este hombre de inmenso prestigio y autoridad moral, que despertó a su país y cambió la historia mundial, falleció, Gran Bretaña le organizó uno de los funerales de Estado más extraordinarios celebrados en la contemporaneidad. No había aceptado el ducado que le había ofrecido la reina, porque decía que su sitio estaba en la Cámara de los Comunes, no en la de los Lores. Enormemente emotivo, su poderosa ironía era un capítulo aparte, una arma afilada que probablemente ni él mismo podía controlar. Todo su ingenio estuvo condensado en una meta. “Tengo un solo objetivo en la vida: derrotar a Hitler. Eso hace las cosas más sencillas para mí”, dijo en la primavera del 45.

Pedro Sánchez, haciendo gala de su conocido sentido del humor, dijo que en España había que incrementar el gasto social y reducir el gasto militar. Cuando este hombre de inmenso desprestigio y amoralidad manifiesta, que ha hundido a su país y ha humillado su imagen mundial, ascendió al poder, España cayó en un funeral permanente de dimensiones aún difíciles de precisar. Aceptó todos los beneficios posibles para él y para su mujer, porque ambos desconocen el sentido del honor y de la decencia. Con una frivolidad desconcertante, su desfachatez es un capítulo aparte, de la que hace gala de forma constante. Toda su poca vergüenza está condensada en una meta: ostentar el poder para enriquecerse todo lo posible. “Podríamos abrir un debate sobre los privilegios que hay que eliminar de la monarquía”, dijo el otoño del 14. Estaba implícito que él los asumiría sin ningún pudor.

Gran lector de historia, extraordinario historiador, Churchill no tuvo formación universitaria. De cuna aristocrática, se casó con una belleza de la alta sociedad inglesa. Su nombramiento como primer ministro en 1940 fue propicio y oportuno. Estimuló a su país a través de sus memorables discursos en la lucha contra Hitler. Enérgico, ingenioso, impulsivo, entendió la política en razón de su origen y de su posición social como ejercicio de poder en los altos círculos del gobierno, del parlamento y del imperio. Su determinación y su coraje hicieron que Gran Bretaña y el Imperio Británico disfrutaran de una brillante y renovada consideración internacional.

Muy preocupado por su propia imagen, Sánchez plagió su tesis doctoral para alcanzar el prestigioso rango de doctor. La nula reprobación académica de este hecho causó un daño difícil de reparar en las esferas intelectuales. De extracción popular, se casó con una mujer tan carente de clase como de escrúpulos. Fue ella la que remató la faena de su marido al ostentar la dirección de una cátedra universitaria falseando sus logros. Sin apenas una licenciatura, esta rubia ficticia se empeña en desarrollar cargos académicos, cuando su naturaleza está más próxima a la regencia de un negocio -tipo una peluquería- o simplemente sirviendo de apoyo a su marido en las nuevas tácticas para la invención de bulos minuciosos. Si algo hay que admirar de esta pareja es su nulo sentido del ridículo.

¡Los infortunios de la virtud y la prosperidad del vicio! España no merece tal desprecio; pero, notadlo bien, esto, que parece nuestro peligro, contiene el germen de nuestra salvación.

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