Apuntes Incorrectos

Nada más penoso que un empresario o un rico haciéndose perdonar

Nada más penoso que un empresario o un rico haciéndose perdonar

He conocido a muchos empresarios en mi vida. No he encontrado a gente más envidiable. El éxito que han alcanzado ha estado presidido a menudo por el fracaso previo. En bastantes ocasiones por la ruina. Tumbados en la lona, han tenido las agallas de levantarse, seguir peleando y volver a prosperar. Tienen una genética particular. Mi amigo el economista José Luis Feito ha explicado muy bien que, ya sea porque los anima la expectativa de conseguir beneficios, el prestigio de una obra bien hecha, el gusto por la aventura o porque prefieren la responsabilidad de mandar a la de ser mandados, esta clase de incentivos tan moralmente poderosos arrastra con la posibilidad de perder el patrimonio o los inconvenientes de arriesgar el dinero en lugar de invertirlo en activos más confortables o de trabajar por cuenta ajena.

Lo que tolero peor son aquellos empresarios que por tener éxito, o haberse reencontrado con él, sienten un terrible cargo de conciencia y la necesidad imperiosa de devolver a la sociedad lo que, según afirman, ésta les ha dado. ¡Pamplinas! El empresario es aquel que trata de satisfacer las necesidades de los ciudadanos con la mejor calidad y al mejor precio posible, en la expectativa razonable de lograr a cambio el mayor rendimiento. Así ya dan a los demás todo de lo que son capaces de modo irreprochable.

Otro asunto es que el empresario, como miembro activo de la sociedad en la que se desenvuelve, se preocupe por el destino de la comunidad y colabore para paliar las urgencias que la acosan. Los ejemplos de sus actos de filantropía son numerosos y legendarios, sobre todo en los Estados Unidos de América, en los que las grandes universidades y hospitales han sido impulsados y sostenidos por fundaciones privadas. Pero esta es una circunstancia adicional a la labor empresarial benemérita, reseñable y fructífera. Me parece fuera de lugar que algunos piensen que así expían pecados imaginarios o blanquean el sentimiento de culpa estimulado por los enemigos de costumbre.

Como el eco de quienes comparten estas ideas es remoto, nada comparable al estruendo del pensamiento izquierdista dominante y de la corrección intelectual, hace ya tiempo que grandes capitanes de empresa, financieros y últimamente políticos se reúnen una vez al año en el Foro Económico Mundial de Davos para pedir perdón a la humanidad por ser eficientes, rentables y proporcionar una felicidad cada vez mayor a los consumidores del planeta. Este Foro que fundó hace años y que sigue dirigiendo el plutócrata Klaus Schwab se ha ido transformando con el tiempo en una suerte de confesionario por el que debe pasar el capitalismo mundial para reconocer sus ofensas y obtener la debida absolución.

En los inicios, cuando el Foro aspiraba a ejercer el proselitismo sobre las bondades de la libertad individual, del comercio internacional y del mercado, suscitaba grandes manifestaciones y rechazo de los protestantes de la izquierda universal. Ahora cero. Ya nadie se congrega para denunciar la opresión. Sencillamente, han ganado la batalla, al punto de que Davos, en lugar de ser un ágora en defensa del libre intercambio, de la sociedad abierta y de los beneficios colosales aportados por el capitalismo ha devenido en su inquisidor principal gracias a la rendición, la voluntad nauseabunda por el apaciguamiento y el colaboracionismo interesado y ominoso de algunos titanes empresariales y tecnológicos.

Por fortuna, este año la pandemia ha impedido la celebración del Foro en la ciudad suiza de Davos, teniéndose que desarrollar el encuentro virtualmente, una bendición gracias a la cual no ha tenido ni la relevancia ni el alcance de otras ocasiones. Y digo que ha sido una grata sorpresa porque en esta edición el señor Schwab ha decidido elevar su apuesta venenosa promoviendo como lema del evento lo que ha llamado ‘El Gran Reajuste’. Para que se hagan una idea, este reajuste parte de la base de que la democracia liberal y que la economía capitalista, tal y como las hemos conocido hasta la fecha, han dejado de ser válidas, y que consecutivamente procede alumbrar un mundo nuevo liberado del materialismo reinante, ferozmente igualitario y ecológicamente sostenible.

Un mundo nuevo en el que ¡adivinen cuál será el principal protagonista!: el Estado. Cuestiones tan esenciales como la propiedad privada deben pasar a un segundo plano en favor del colectivismo filantrópico, un sistema en el que el poder público se convertirá en el prestamista de primera instancia y también de último recurso para colmar las necesidades insaciables de los individuos, naturalmente después de haber identificado previa y arbitrariamente cuáles deben ser éstas.

Supongo que no les pasará desapercibido que este nuevo paradigma sólo puede tener consecuencias morales devastadoras. El cardenal Gerhard Müller, prefecto emérito de la Congregación para la Doctrina de la Fe, aquella que presidió brillantemente el luego Papa Benedicto, ha definido este dogma vespertino con precisión. Como un capital socialismo unificado que persigue el control absoluto del pensamiento, de la palabra y de la acción.

A su juicio, lo que se busca con la construcción de estos cimientos modernos de la civilización occidental, arrumbando los que hemos conocido hasta la fecha, es un hombre homogeneizado que pueda ser dirigido más fácilmente, un mundo ‘orwelliano’ que como en todas las ocasiones en las que se ha pretendido construir un orden nuevo -la utopía de un paraíso en la tierra, el experimento monstruoso de la Unión Soviética- ha dado lugar a los mayores crímenes contra la humanidad, a través de la negación de la libertad de los disidentes, de la destrucción del trabajo y de la reducción de la población por medio del aborto y de la eutanasia. Lo que está a punto de ocurrir en Estados Unidos después de la entronización de Joe Biden, o lo que ya se está intentando en España, con ocurrencias de última hora como la de impulsar una ley en la que la identidad sexual dependa inapelablemente de la voluntad de las partes.

No es casual que el principal invitado en el Foro Mundial de Davos haya sido el líder chino, Xi Jinping, representante de un país en el que existe una absoluta falta de libertades políticas, en el que los derechos individuales son aplastados, en el que el Partido Comunista controla férreamente la economía -fiscalizando la inversión extranjera y esquilmando la propiedad intelectual ajena- y en el que dos millones de súbditos viven en campos de concentración, como recuerda el gran Bernaldo de Quirós.

Hablando de la dictadura china y de su creciente poder en el mundo -con la aquiescencia delincuencial de Occidente- el cardenal Müller ha recordado que en aquel país se repite el gran lema de la Alemania nazi: «Tú no eres nada, el Estado lo es todo». ¿No les suena este lema a los primeros ‘alós’ del presidente Sánchez durante los momentos más cruentos de la pandemia recordándonos la importancia de reforzar el papel del sector público a toda costa, y dando por sentado el consentimiento generalizado de la población a este designio terrorífico? ¿O su descaro en construir una sociedad subsidiada y dependiente que se lo deba todo al Estado usurpado por su obierno?

Lo que no confiesan estos aspirantes a nuevos amos del universo -si ya no lo son- es cómo se financiará este infierno colectivista. Yo les diré cómo. Sólo será posible expoliando y empobreciendo a las clases medias. Tampoco esconden cómo compensarán la destrucción de cualquier incentivo a crear riqueza ni la cancelación del instinto natural a prosperar y mejorar de nivel de vida sobre la base de la responsabilidad personal y del esfuerzo individual. Será el Estado el que se hará cargo de todo y el que procurará la felicidad de sus súbditos. Y según Schwab y sus secuaces, promotores de esta nueva utopía totalitaria -los pastores del rebaño moderno-, quien se oponga a sus nobles designios será un ignorante o un enemigo del futuro de la humanidad.

Desde este punto de vista, claro que el capitalismo está muerto -este capitalismo de amiguetes (habría que aclarar) que quiere negar a los demás las oportunidades que a ellos les han hecho ricos-. Claro que la campaña más sutilmente brutal para descristianizar la cultura occidental está en marcha. Lo que menosprecian, en su inmensa soberbia, estos aprendices de brujo es que tanto la condición milenaria del cristianismo como la facultad invencible del capitalismo para sobrevivir desde que floreció exitosamente -gracias a su anclaje inmarchitable en la naturaleza humana- demostrarán una vez más su poder efectivo para derrotar a las fuerzas del mal.

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