Messi y la insoportable levedad del ser

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Messi y la insoportable levedad del ser

Hay deportistas que necesitan reivindicarse una y otra vez por culpa de esos analistas del odio que enjuician según sus filias de escudo y escriben al dictado del ultra, aunque el ultra no viva en el fondo sino en el palco. Uno, que ya vino al mundo entonando las mocitas madrileñas, eligió al Laudrup culé que moldeó Cruyff como jugador fetiche al que parecerse en sus primeros escarceos con el balón. Crecí queriendo ser esa máquina de atravesar defensas que respondía al nombre de Ronaldo, el mejor 9 que han visto mis ojos y que llegó a España para dejar una huella que retomaría años después con las rodillas lisiadas, el físico rebelde y la sonrisa intacta. Y siempre reproché al primer Florentino que eligiera a chinos comprando camisetas de Beckham en Shanghái antes que a madridistas en el Bernabéu celebrando malabarismos de Ronaldinho.

Mi infancia lloraba en Tenerife con la misma intensidad que lo hizo después en Ámsterdam, París o Glasgow. Porque ser del Madrid es una de las formas que tiene la vida de hacerte feliz sin importar la clase social, educativa o económica. La felicidad es temer a Figo un domingo y un lunes amarlo cuando aún no sabías qué era un puente aéreo. Hoy, los fichajes y su intrahistoria vienen patrocinados con nombre de plataforma.

El madridista admite el buen gusto ajeno con la misma intensidad con la que exige el esfuerzo propio. Sólo ha hecho una excepción estos años, y ha sido con Messi, quizá el mejor jugador que el pasto haya sufrido, orgulloso de ser pisado por su pisada. Sucede que los tiktokeros del deporte, que convierten el fútbol en un trasunto de la política sin escaño, han decidido que hay que rebajar la excelencia de un jugador tan indescriptible que todavía se inventan descripciones para definirlo. Y el Bernabéu, de gusto fino, eligió la bronca al deleite, porque quien deleitaba lo hacía perforando defensas blancas y las redes de Padre Damián. Somos crueles con quien no muestra misericordia.

Ahora, con 35 años, gana el Mundial el último futbolista universal. Messi creció el mismo día que decidió hacer retroceder su cuentakilómetros en el campo. Alguien que es capaz de dominar un partido andando merece que los elogios cronifiquen su leyenda. En la era del trotacanchas, en un deporte donde reina el pulsómetro como ayudante del entrenador, ver jugadores paseando te reconcilia con el fútbol de antes, donde combinaban las piernas incorruptas de Gento y la tripa embutida de Puskas. Corría el balón cuando la tocaba uno, corría el otro para que le llegara el balón del uno.

Messi ya no es comparable ni con Maradona, que pudo ser más, pero no fue. No pongamos en el mismo plano lo que acontece en nuestra imaginación con lo que nuestros ojos han visto en el césped. Por mucha fantasía canchera que escriban sus hagiógrafos, Leo es mejor de lo que fue Diego. Y ya tiene ocupado el hueco que le faltaba a su álbum de hazañas.

Un tipo que define partidos con el mismo rictus con el que baila una cumbia debe tener algo especial. Quince años marcando una manera de ver y hacer fútbol ya tienen su respuesta. Messi es superior al resto, incluido el propio club, que le dio prestigio. Superior a todos, o casi. Porque Messi no podría haber jugado nunca en el Madrid, porque ahí sabría que su grandeza siempre estaría por debajo del escudo que representa. Solo hay un club en el mundo que puede decir eso. Y es la razón por la que el Bernabéu moderno odiaba tanto a un pibe que nació para vestir de blanco. Como Di Stéfano. Lo que siempre deseó y no pudo conseguir Maradona.

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