Más paralelos que divergentes

Sánchez, Nicolás Maduro

Nicolás Maduro ha decidido (seguramente lo tenía decidido con anterioridad a las elecciones del 28 de julio) mantener en Venezuela el actual régimen de pobreza, opresión e incluso terror. Ya nadie duda que va a hacer lo que sea necesario para mantenerse en el poder: falseamiento, represión, extorsión…, no hay límites en las barbaridades que puede llegar a acometer.

En este atentado contra la libertad y el bienestar del pueblo venezolano participan, por acción o por omisión, otros muchos actores. Activamente, las dictaduras y autocracias socialistas (China, Corea del Norte, Cuba, Irán, Rusia…) que sostienen al régimen chavista, y por pasiva los progres de occidente que con su tibieza y equidistancia terminan por consentir su permanencia a título de un supuesto mal menor.

Internalizando para nuestro país ese mismo análisis, cuesta no ver algunas similitudes entre el chavismo y el sanchismo, ya sea por la vocación de mantenerse en el poder, por la justificación de cualquier medio que se utilice para conseguirlo o por el recurso al argumento del mal menor. No se trata de igualar a Sánchez con Maduro, pero con menos conexiones escribió Plutarco las Vidas Paralelas, que es una comparación ética de griegos y romanos.

Y es que Sánchez también va a hacer lo que sea necesario para mantenerse en la Moncloa. Lo ha dejado claro, incluso para los desavisados y los ingenuos (los contumaces y los cínicos seguirán sin querer verlo). En primer lugar quiebra sus principios, si es que los tenía, después quiebra los compromisos con sus votantes y, por último, requiebra las leyes por medio de una aplicación interpretativa de cualquier norma que se oponga a sus intereses.
Ahí tenemos sus alianzas, sus cambios de opinión y su desempeño, pero es que solamente en estas últimas semanas hemos contemplado los proyectos para silenciar la denuncia periodística, los renovados ataques a la independencia del poder judicial y la declarada intención de encontrar motivos para desactivar a la oposición, buscando, con actitud cazadora, cualquier excusa que permita descalificarlos.
Se trata de recetas fascistas y de purgas comunistas que ya ni tratan de disimular porque no les importa que se les note. Y por eso, en concepto y en las formas, sus actuaciones y su discurso terminan por no tener tantas diferencias con los del chavismo. La misma desvergüenza y la misma falta de pudor intelectual.

Obviamente, Pedro Sánchez no ha cometido los despropósitos, ni por supuesto los delitos de lesa humanidad, en los que incurren los líderes chavistas. Pero, a veces, nos recorre el espinazo el temor a que vaya agravando sus actuaciones, hiriendo de muerte la convivencia y el régimen democrático del 78. Si no va más lejos es porque no lo necesita o porque entiende que no le beneficia; también porque en la Unión Europea y en el entorno internacional no se lo permitirían, aunque ya sabemos que el progresismo global utiliza siempre el embudo por la parte ancha cuando se trata de examinar a los suyos.

Nos dirán que exageramos, pero no es verdad, y si subimos el nivel de los adjetivos con el presidente Sánchez y con el sanchismo es solamente para hacer justicia al nivel de sus actuaciones. Nos descalificaron por decir que era un mentiroso, que no tenía principios y que nos abocaba a un inevitable deterioro institucional. Ahora, que hasta ellos lo reconocen así, lo único que les queda es el relato del mal menor porque está impidiendo que gobierne la derecha, esa derecha que dicen es la más radical de Europa.

En esa sublimación del sectarismo hay, además, una agravación de la distorsión autocrática: una cosa es terminar por no ser muy demócrata y otra asumir que para mantenerte en el poder vas a dañar o perjudicar a tu país. Peor que una ilegalidad se trata de una prevaricación moral por hacer o permitir hacer lo que se sabe que posiblemente es ilegal pero que con seguridad es incorrecto.

Así que no, no estamos en los hilarantes e iluminados discursos de Maduro ni en la descomposición de Venezuela, pero sí estamos en el victimismo y el enamoramiento epistolar y en la degradación democrática y, sobre todo, ética. El mismo fenómeno; la diferencia es la intensidad y el estadio de su desarrollo.

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