María Cristina de Borbón Dos Sicilias y su apasionado egoísmo

María Cristina de Borbón Dos Sicilias y su apasionado egoísmo

No basta con decir que las dos hijas de Fernando VII y de la joven reina siciliana, las hermanas Borbón y Borbón, fueron víctimas de un siglo convulso y destartalado, sino que el país entero sufrió la despreocupación de aquella latina de salud de hierro (vivió setenta y dos años). Con truculento hedonismo, prefirió satisfacer sus deseos de mujer antes que cumplir con sus obligaciones de Reina Madre. Considerada la soberana más simpática del siglo XIX español, la madre de la Reina Isabel II y de la Infanta María Luisa Fernanda fue una mujer romántica en todas las acepciones del término. Si bien cumplió obedientemente como Reina consorte durante un tiempo, una vez viuda no le bastaron el trono, la salud, la audacia, el encanto de su pueblo y dos hijas. Las guerras carlistas y el problema dinástico que las envolvía le preocuparon entonces bien poco. Ella optó por el amor, pero no cualquier amor: el amor bajo la revolución romántica, entendiendo este fenómeno como una tendencia que abarcó y modificó radicalmente toda la cultura europea. La religión, la política y la ciencia también se vieron involucradas en esta nueva ética que tensionaba la superación de los límites. La ecuación entre estética romántica e irracionalismo puro dieron pie a algunos de los peores fenómenos de la historia posterior, sin excluir el nazismo. Este abandono ante sus pasiones le hizo descuidar la educación de la heredera al trono. Se divirtió como una burguesa. El trono iba perdiendo el fausto y la etiqueta tradicional. María Cristina prefirió ser la duquesa de Riánsares a la madre de la Reina de España.

El resultado de su negligencia fueron dos criaturas abandonas a la suerte de ambiciones particulares tan numerosas con insignificantes, educadas sin una directriz firme, sin un afecto familiar consistente y consignadas obligatoriamente a sus propios caprichos infantiles. Nada trascendería de esta situación si no fuera porque la mayor de ellas iba a dirigir nuestro país, marcada no sólo por esta situación que acabo de describir, sino por un matrimonio de lo más desafortunado.

En cuanto a la segunda, gozó, en contraposición, de una considerable estabilidad emocional tras su matrimonio, apoyándose en la sólida educación y en los valores familiares del príncipe francés que había sido seleccionado para ser su marido. La inconsistente formación tanto emocional como cultural de las hijas de Fernando VII pesó de una manera inmensa en el devenir de la estabilidad del país. El de la Reina derivó en un carácter maleable, infantilizado, dirigido al deleite voluptuoso de su persona. El de su hermana, acostumbra a estar en la sombra, quedó marcado por su absoluta subyugación a la voluntad del hombre con el que compartiría su vida. En definitiva, la afirmación de esta conciencia resulta especialmente reveladora en aquella época en la que la retórica sentimental idealizaba la armonía familiar. Un mal matrimonio era causa de un dolor profundo, en una sociedad en la que la felicidad se buscaba casi exclusivamente en la relación conyugal. Si la hermana de nuestra Infanta hubiera casado con el príncipe francés, en lugar de haberlo hecho con su primo, España se hubiera librado de muchos males internos.

Dejando por un momento de lado los vínculos dinásticos como espacios simbólicos, la inclinación que debía ser causa para concertar los matrimonios entonces era un afecto razonable, delicado e inspirado por la virtud; opuesto a la pasión, que lo único que consigue es arrebatar y nublar la razón. Esta idea sintetiza aspectos del ideal de sensibilidad ilustrada, que trasluce refinamiento moral y, por tanto, social. Los afectos se entendían como una relación entre personas afines por gustos y valores. De esta manera, la sensibilidad generaría y sostendría vínculos sociales y justificaría y reforzaría las tradicionales. Todo ello en una época en que la erosión de las antiguas filiaciones estamentales o de linaje era lenta, pero existente. Evidentemente, esta ideología no recogía los matrimonios reales, que eran entendidos como cuestiones de Estado; sin embargo, son válidas tanto para comprender el poder paterno o marital, como para concebir el poder real de la época. La imagen de los Reyes debía promover, junto a sus virtudes políticas y morales, un corazón sensible y una capacidad manifiesta para inspirar adhesión afectiva de los súbditos. Se buscaba la ejemplaridad y el sentimiento de empatía con su pueblo. La altura y la dignidad moral de las élites se medían por la finura de sus sentimientos. Estaban plenamente convencidas de poseer una delicadeza espiritual superior. La de esta Reina que marcó nuestra historia estuvo, claramente, dirigida por un apasionado egoísmo. De mirada franca y afectuosa, esta hija de Francisco I de las Dos Sicilias y de María Isabel de Borbón fue rauda en aprender los trucos del poder.

 

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