Mal vasallo sirviendo a mal señor

Albares Argelia
Mal vasallo sirviendo a mal señor

Para los que no lo conocían cuando le nombraron, el ministro de Asuntos Exteriores podía ser, debido a su formación y presumible capacidad técnica, una rara avis dentro del Gobierno. Un diplomático de carrera para sustituir a González Laya parecía un paso en la dirección correcta, que mejoraba la media de la leva en la que venía, que, aparte de él, se componía de un quinteto de nulidades -Llop, Morant, Alegría, Sánchez e Iceta- que obviamente no van a defraudar a nadie porque nadie espera de ellas más que la inquebrantable adhesión al jefe.

Sin embargo, para los que lo conocían los presagios no eran buenos y las opiniones sobre él de la mayoría de sus compañeros en el Cuerpo iban desde «funcionario despótico con poca experiencia» hasta un «lo peor en lo personal y en lo profesional». De todas formas, no debiéramos engañarnos y caer, cargando en José Manuel Albares la responsabilidad de lo ocurrido con Marruecos y Argelia, en el truco auto-exculpatorio del presidente del Gobierno. Un buen o un deficiente ministro es un buen o un deficiente instrumento, pero la política exterior no es la política del ministro, ni siquiera es la política del Gobierno, si no que debiera ser la política exterior del Estado, en este caso del estado-nación más antiguo de Europa, lo que es decir mucho.

Y por eso las políticas de alianzas y los acuerdos de amistad son duraderos y traspasan gobiernos y jefaturas de estado. Contribuyen además al equilibrio de las relaciones internacionales entre los países del entorno y su alteración puede ser, por influencia del efecto mariposa, causa de situaciones o acciones impredecibles y generalmente poco deseables. En nuestra historia moderna y contemporánea hay numerosos ejemplos: en 1701, la alteración del equilibro internacional que implicaba el cambio dinástico condujo a una guerra que duró 15 años y en la que participó toda Europa; y, un siglo después, abandonar el seguidismo de Carlos IV y Godoy a la Francia napoleónica nos costó una criminal ocupación y una cruenta guerra con el país vecino.

En la Europa del siglo XXI es más difícil que los cambios en la política de alianzas terminen en conflictos bélicos (salvo que esté Putin por medio) pero, para evitar convulsiones políticas o comerciales (y bien debiera saberlo alguien que se doctoró en algo parecido a la diplomacia económica), las alteraciones tienen que estar muy pensadas y muy justificadas, y sobre todo estar bien coordinadas interna y externamente.

Volviendo a la actual crisis, se entiende que no es fácil convivir con una autocracia con base teológica y con tendencia a utilizar métodos mafiosos, pero con certeza que lo que no hay que hacer es mostrar tibieza, modificar posiciones o realizar concesiones gratuitas. Y, por supuesto, no ayuda utilizar instrumentos miopes como ha resultado ser el ministro Albares, que, como poco, ha acompañado este histórico giro sin anticipar y contrarrestar los muy previsibles impactos en nuestra relación con otros países.

No siempre se dispone de políticos y diplomáticos con impronta para gestionar complicadas situaciones internacionales, pero, en concreto, con un vecino con el que, por exigencia de los intereses enfrentados, las relaciones tienen que ser siempre tensas, no se puede pelear con una mano en la espalda y dejar de utilizar toda la capacidad de relación e influencia. Históricamente nos ha sido muy útil aprovechar a la Jefatura del Estado, y nadie podrá negar que, hablando entre primos de cosas de reyes, el rey Juan Carlos tuvo línea abierta con Hassan II y con Mohamed VI.

De cualquier forma, con su habitual capacidad para mirar siempre por sí mismo y su incapacidad para mirar por los intereses de España, a Pedro Sánchez no le valía la demostrada capacidad mediadora de la Corona y de Felipe VI, igual que no le hubiera valido tener como ministro a Metternich, a Talleyrand, a Floridablanca o a Henry Kissinger. Y tampoco creemos que le hubiera ayudado mucho el haberse leído su propia tesis doctoral.

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