Lo que más les une: la destrucción de España
Podemos y los independentistas catalanes están unidos por un denominador común: el odio a España. Un odio que nos sitúa en una inestabilidad política similar a la de 1934, cuando las fuerzas radicales se unieron entre sí para hacerse con el control de la sociedad. Esperamos, al contrario que entonces, no acabar remedando el funesto año 36 del siglo XX. Por lo demás, todo está inventado en política. A pesar de que los asesores, spin doctors, sociólogos y demás estrategas se arroguen el mérito de inventarla cada día, desde el principio de los tiempos hay poco nuevo bajo el sol. La política es inherente a la condición humana y la condición humana es inherente a los intereses. Pablo Iglesias es ejemplo de ello. El secretario general de Podemos no es nadie sin sus confluencias. Él lo sabe y por eso hace lo que sea necesario con tal de seguir sumando los diputados suficientes que le permitan estar cerca del PSOE en el Congreso. Al margen de que su ideología populista es contraria a la unidad y prosperidad de España, el jefe morado pide a los consistorios catalanes que «faciliten por todos los medios» el referéndum ilegal porque, de lo contrato, se quedaría sin el apoyo de Ada Colau.
Una maniobra tan vieja como la propia política, ese «arte de lo posible» por el que el podemita sería capaz de cualquier cosa con tal de mantenerse en primera línea de actuación. La nueva política, ya se sabe, no es más que la vieja pero con un atrezo de cartón piedra y una colección de fatuidades a modo de decálogo. Iglesias dice que el chantaje al Estado del próximo 1 de octubre es una «movilización política legítima», pero lo único cierto es que contraviene la legalidad vigente y el Estado de Derecho. El Gobierno, con buen criterio, está decidido a perseguir económica y políticamente a los promotores. De ahí que los cinco millones de votantes que consiguió Podemos en las últimas elecciones deban reconsiderar a qué formación están dando su confianza y cuál es el proyecto político que defiende.
Podemos lleva tiempo comportándose como la quinta columna de Carles Puigdemont. Ayudando a que España, tal y como la conocemos, deje de existir. Todo por dar gusto a Ada Colau e impulsar así desde Madrid el proyecto común de los golpistas. Cuando el presidente de la Generalitat dio su conferencia en el Ayuntamiento de la capital de España, allí estuvo la plana mayor podemita para apoyar la iniciativa. Manuela Carmena puso la sede y su jefe, Pablo Iglesias, las directrices. En el Palacio de Cibeles se reunieron ínclitos como Juan Carlos Monedero, Xavier Doménech o Gerardo Pisarello. Juntos y revueltos. ¿Objetivo? Acabar con nuestra nación y mantener intactas las alianzas que les permiten a todos ellos llevar una vida como representantes públicos —siempre contra España, que paradójicamente les da de comer— que de ninguna manera podrían llevar como profesionales liberales. Pablo Iglesias hace de sus intereses particulares un radicalismo muy peligro que puede llevar al país hasta una situación límite. La nueva pero muy vieja política nos puede llevar a repetir una de las páginas más tétricas de nuestro pasado.