Las lágrimas de la Reina Sofía

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  • Jaime Peñafiel
  • Periodista político y del corazón. Experto en noticias sobre la aristocracia y la familia real. Ex redactor jefe de la revista ¡Hola! y fundador del diario El Independendiente y La Revista. Escribo sobre la Casa Real.

Aunque a ustedes les cueste creerlo, lo de Juan Carlos y Sofía fue, al principio, una historia de amor, creo. Cierto es que se conocían de adolescentes por haber figurado entre los invitados del Agamenón, aquel surrealista «crucero del amor» organizado por la reina Federica de Grecia, la mayor «celestina» de la realeza, para fomentar la endogamia e impedir la incorporación de miembros ajenos a la institución. No volvieron a coincidir hasta que se enamoraron bastantes años más tarde, al encontrarse, el 8 de junio de 1961, en una boda real, la del duque de Kent en Londres.

– Por una vez el protocolo hizo bien las cosas, pues me asignó a Juanito como caballero acompañante.

Fue un amor a primera vista, ¿un flechazo? Entre una princesa real, hija de reyes reinantes, y Juanito, el hijo de los condes de Barcelona. Ambos venían de relaciones sentimentales fracasadas.

Sorprende que entre conocerse, ennoviarse y la boda, el 14 de mayo de 1962, sólo transcurrieron once meses. No porque hubiera un arreglo entre familias ni una boda de Estado, aunque el mérito, sin duda alguna, fue de la reina Federica. Lo único cierto es que Sofía se enamoró de Juanito. Tanto que fue el principio de una cadena de sufrimientos, aunque nunca se le haya oído una queja, un lamento o una crítica. Porque el matrimonio de Juan Carlos y Sofía fue la unión de dos personalidades muy diferentes pero complementarias. Mientras él es la carcajada, ella, el brillo de la inteligencia. De todas formas, y a pesar de la cultura «cuartelera» del Rey, hay que reconocer que siempre le faltará a la Reina ese encanto sorprendente, desenfadado y desenfrenado de Juan Carlos.

Sofía y Juan Carlos rompieron la cama

Si analizamos la trayectoria de las relaciones sentimentales de Sofía y Juan Carlos, advertimos que, a lo largo de todos estos años, todo se ha deteriorado en la relación de la real pareja. Y aunque como ya escribíamos es muy difícil, yo diría que casi imposible, saber en qué momento se produjo el principio del deterioro de las relaciones del matrimonio en el que hubo momentos apasionados y apasionantes, como el día que rompieron la cama, durante la primera noche en la que durmieron en el Pazo de Meirás, invitados por Franco en 1973: «Yo creí morirme de vergüenza. Le dije a mi marido ‘por lo que más quieras, no lo cuentes’, pero al día siguiente le faltó tiempo para soltarlo nada más llegar al desayuno familiar. A Franco y a toda la familia les hizo mucha gracia», recuerda Doña Sofía. Lo que no se sabe es lo que pensaron sobre el motivo por el que habían roto la cama. Fácil es deducirlo.

Hoy me gustaría que los gestos, los detalles de Don Juan Carlos hacia Doña Sofía fueran algo natural y normal y no una noticia. Porque si un presunto amor se puso de manifiesto con el sorprendente regalo del zafiro, que recordábamos la pasada semana, mucho más elocuentemente expresivo fue lo que sucedió cuando Doña Sofía cumplió los 40 años, el 2 de noviembre de 1978.

Llorando abrazada a su marido

En esta ocasión, el regalo que el entonces Rey hizo a su esposa sólo es capaz de hacerlo quien está profundamente enamorado. No se trataba de acudir a una joyería y comprar una joya, que puede ser lo más cómodo y barato si partimos de la base de que todo aquello que se puede comprar con dinero, lo es. Lo difícil, lo que da la medida de un amor, es el detalle, la imaginación puesta al servicio de la felicidad de la otra persona.

Don Juan Carlos sabía lo que la familia suponía para Doña Sofía. No sólo su marido y sus hijos, sino también su madre, sus hermanos, sus tíos, sus primos. Es un fuerte sentimiento que ha heredado, entre otros, de la reina Federica. Tenerlos ese día de su cumpleaños junto a ella era el más grande regalo que podía hacerle su marido, la felicidad más grande que podía darle en aquellos ya difíciles años de matrimonio.

Y así, Don Juan Carlos puso manos a la obra. Sin que ella supiera nada, comenzó a contactar con todas aquellas personas que suponían algo en la vida de su esposa. Él deseaba que fuese una gran sorpresa, una de esas sorpresas que nunca, jamás se olvidan y que dan la medida, supongo, del amor que se tiene hacia esa persona.

Para ello, y a escondidas, comenzó a llamar a unos y a otros convocándoles en Madrid la noche del aniversario. Contó con la complicidad de su hermana, la infanta Pilar, que ofreció su casa, el bonito chalet en el que entonces vivía en la urbanización de Somosaguas, concretamente en la calle de El Mirlo. (Después residiría en la no menos lujosa y exclusiva zona residencial de Puerta de Hierro).

El día señalado y a la hora prevista fueron llegando la reina Federica, el rey Constantino y su esposa, Ana María, la princesa Irene y todos los tíos y primos de la rama alemana de la reina, a los que había tenido escondidos en hoteles y residencias de amigos.

Lo difícil fue convencer a Doña Sofía de que la fiesta de su cumpleaños no iba a celebrarse en el palacio de La Zarzuela, que era lo lógico y natural, sino en casa de su cuñada. Y engañada fue hasta allí, muy disgustada, poco antes de las ocho de la tarde. Al entrar en la casa y acceder al salón, se encontró a todos los suyos allí convocados por quien, ese día, quiso demostrar los sentimientos hacia su esposa que, aunque siempre procura evitar que afloren, se abrazó a su marido llorando a lágrima viva. Era la primera vez que así se la veía.

Lágrimas que conmovieron a España

Tuvieron que pasar nada menos que ¡quince años! para que los españoles viéramos a Doña Sofía, con la mano sobre el hombro de su marido, llorando por verle llorar por la muerte de su suegro, el conde de Barcelona. A lo peor, aquel acercamiento fue sólo momentáneo, aunque la muerte de Don Juan irá siempre unida a las lágrimas de la Reina. Nunca jamás unas lágrimas han conmovido tanto a un pueblo como aquellas derramadas en el Monasterio de El Escorial, cuando el cadáver del padre de Don Juan Carlos desaparecía a hombros de la comunidad de agustinos, camino del pudridero. No quiero pensar que aquel día fue como una tregua de lo que ella aún amaba. Un gesto de ternura, incluso de piedad, tan necesaria para la vida de los sentimientos.

En mi ya larguísima vida profesional en la que he sido testigo de tanto dolor, no recuerdo que las lágrimas de una persona merecieran tal cantidad de artículos, editoriales, comentarios y cartas al director como las que la Reina Sofía derramó aquel sábado 3 de abril de 1993. Según Ovidio, «las lágrimas pesan siempre más que las palabras». ¡Y cuánto pesaron aquellas lágrimas de la Reina!

Chsss…

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