Historias de Barcelona (XII)

Historias de Barcelona (XII)

Contra todo asalto a la libertad, una provocación, una metafórica defensa del castillo. Iba a dejar de fumar, pero el ministro Illa (soberanista tras su cortina de humo sanchista) me ha convencido de no hacerlo mientras dure esta legislatura. Les pongo en situación: subí con mi amigo Planas a comer al Tibidabo, montaña de fe barcelonesa que ya quisieran tomar los infieles, y la cosa comenzó con cierta antipatía. Abrimos la puerta de hierro de La Venta, restaurante en las alturas, y, tras obligado saludo, le dijimos al maître que queríamos tomar un aperitivo en la terraza abierta y fumar un cigarro. El hombre accedió a regañadientes: “no debería dejarles, ayer los propios clientes me conminaron a no permitirlo, porque está prohibido”, espetó. Creo que esto es inexacto, la censura del tabaco está sometida al misterio de la distancia social, monstruo amenazante, enemigo del amor y los negocios civilizados; del grueso afectivo de nuestro mundo cristiano, sus ritos cotidianos y pequeños deslices morales.

En cualquier caso, mientras el hilo azul del cigarro ascendía hacia la eterna morada del Doctor Andreu, artífice del Tibidabo, Planas confesó una idea brillante. Se iba a hacer con unos cuantos cartones de Camel en previsión de venderlos a un precio desorbitado en el futuro mercado negro. Su duda técnica, a despejar, es si congelando los paquetes evitará la sequedad de los cigarrillos, circunstancia que pondría a mi amigo ya no sólo como contrabandista, sino también como estafador. Veremos qué sucede tras la prueba de congelación.

De los planes a los platos, nos sirvieron un fino salmón marinado, las inevitables croquetas (no recuerdo ágape sin observar a Planas deleitarse con dichas esferidades rebozadas, fueran de chipirón, de setas o de cocido), bacalao y merluza. Cocina límpida y ordenada, en un establecimiento habitado por la superviviente burguesía del barrio, divina comunidad que el capitalismo conserve muchos siglos. Al acabar de comer, llegamos hasta el Balconet, perspectiva de la ciudad que se desliza y acaba por bañarse en el mar azul. Incluso le hice notar a mi amigo la casa de otro querido mío, Raimon, con sus piscinas abalconadas. Cada piso con su rectángulo añil, una noche diez sirenas chapoteaban bebiendo champaña y besando el cielo. Todo eran recuerdos desde la mal llamada montaña del Diablo, leyenda negra de otras épocas que el Sagrado Corazón abatió con su evangélico amor. Relucían las rocas en el whisky, discutimos alegremente sobre Schopenhauer y las deconstrucciones culinarias, broma trascendental que por fortuna nadie se toma ya en serio. Luego, un coche vino a buscarnos y fue un descenso admirable, apología del deber barcelonés cumplido. Una vez más.

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