Un Gobierno efectista

Un Gobierno efectista

El modo como se han precipitado los acontecimientos desde la moción de censura contra Rajoy ha cogido al grueso de la opinión pública con el pie cambiado. Por ir al origen de la secuencia que nos ha traído hasta aquí, es verdad que el Partido Popular se hallaba acorralado por la corrupción, pero también que la sentencia del caso Gürtel es un despropósito, un ejemplo paradigmático de populismo judicial, cuando menos en lo que concierne a la afirmación de que la palabra del presidente Rajoy no resulta creíble. ¿Cómo se pueden aplicar valores típicos de la ficción, como es el de la verosimilitud, a una declaración judicial? Por lo demás, recordemos que la sentencia del caso Palau también condenó a la extinta Convergènciael partido de Mas, Puigdemont y Torra, los tres últimos presidentes de la Generalitat— a pagar, como beneficiaria a título lucrativo, 6,6 millones de euros, una cantidad notablemente superior a los 245.000 euros que pesan, por idéntico concepto, sobre el PP.

Que se sepa, ningún partido de ‘obediencia’ catalana —por emplear la terminología que el nacionalismo aplica inversamente a quienes tiene por forasteros— ha puesto el grito en el cielo ante el hecho de que estemos gobernados por una formación que es la viva encarnación de la corrupción política. Y la nave va. Para más recochineo, entre quienes votaron a favor de la moción promovida por el PSOE se hallan los diputados del PDeCAT, que no despreciaron la posibilidad de seguir agitando el avispero de la mano de Podemos —y todo lo que le cuelga—, PNV, ERC y Bildu. No tengo la menor duda de que, en esa tesitura, lo razonable habría sido adoptar la propuesta de Ciudadanos, es decir, convocar elecciones. Ello, además de reasignar papeles protagonistas y secundarios, de plasmar un equilibrio de fuerzas más acorde con la realidad, habría evitado la moción de censura.

Pero Rajoy se comportó nuevamente como el político cortoplacista que es, y confió hasta el último momento en que el PNV, del que se puede esperar todo menos lealtad, le tendiera la mano. En cualquier caso, el PSOE aprovechó esa ventana de oportunidad y se hizo elegir por una sopa de siglas cuyo único nexo es el odio a España. Tal era el precio de la conquista del poder y el PSOE no tuvo empacho en asumirlo, de ahí que, en principio, nada invitara a pensar que el Gobierno resultante, cuyos presumibles socios, insisto, no tienen más ambición que destruir el orden constitucional —Torra y Artadi han advertido ya de que no renunciarán a nada— pudiera conducirse con arreglo a los intereses de España.

En ésas estábamos cuando Pedro Sánchez, en un inesperado movimiento táctico, ha camuflado el nombramiento como ministros —en lo que será su guardia pretoriana— de personajes de insolvencia contrastada, como Carmen Calvo o Margarita Robles, mediante la designación de Josep Borrell como ministro de Exteriores, Pedro Duque como responsable de Ciencia o Nadia Calviño al frente de Economía. De hecho, y descontados Calvo, Robles y Ábalos, es probable que el Ejecutivo de Sánchez tenga en Sánchez a su peor integrante. Lo cual tampoco sería necesariamente negativo. Fue John Fitgerald Kennedy, si no recuerdo mal, quien definió al político inteligente como aquel que sabe rodearse de individuos más inteligentes que él. Desde este punto de vista, los consejeros áulicos de Sánchez —también, después de todo, designados por él— empiezan con buen pie.

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