Feijóo desnudó a un falsario de extrema izquierda
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En plena investidura me escribía esto de Sánchez un periodista, militante de siempre del PSOE: «Es un personaje más interesante para la psiquiatría que para la política». Pues eso: si queremos progresar (verbo de cabecera hoy de Sánchez) y entender cómo es posible que un individuo mentiroso hasta el asco se presente ante la consideración nacional -que Sánchez denomina «popular»- con lo que los franceses denominan san facon, así, sin la cedilla que no porta mi ordenador. Este sujeto descarado llegó a su investidura con una sola obsesión: acendrar la división entre las dos Españas, al uso que los antepasados de este país ya conocieron con el Frente Popular de la II República. Y por cierto, una digresión necesaria: los cientos de asesores que rodean el tafanario de Sánchez deberían haber sabido que esos cien años que el presidente in pectore citó como el antecedente histórico de la oposición socialista a todas las derechas, es literalmente mentira; lo cierto es que en 1923, Primo de Rivera pegó un golpe de Estado al que se sumaron los socialistas, tanto se sumaron que el peor de ellos, siempre al borde del atentado, Largo Caballero, se lo pasó de lo lindo cobrando del erario como consejero de Estado. No fue este el único planchazo al que sucumbió el candidato durante sus insoportables peroratas porque, por ejemplo, aún no parece enterarse de que la Sanidad Pública está transferida a las comunidades autónomas y son ellas, algunas del PSOE, las que decretaron en su momento el famoso copago farmacéutico.
Pero, ¿qué le importan a Sánchez estos deslices o estos embustes? Nada. Cómo sufrió él mismo y toda su perentoria caterva ministerial cuando Feijóo, al inicio de su primera intervención, le hizo un relato detenido de todas sus trolas, de los cínicos «cambios de opinión» en los que ahora se refugia Sánchez. Un corresponsal extranjero me decía estos días atrás, pasado su encuentro con el Partido Popular, que en su país si algún político padecía una hemeroteca tan cruel como la que soporta Sánchez en su mochila, no es ya que no podría presentarse como aspirante a la Presidencia del Gobierno, sino que ni siquiera podría moverse por las calles del país, y me añadía textualmente: «Eso ya ha sucedido allí». Aquí no porque, probablemente el trastorno psiquiátrico que observan los especialistas en Sánchez le lleva a proferir -escribo proferir- declaraciones solemnes propias de un autócrata sin remedio. Sánchez, en su enésima investidura, dejó para la historia que aquí, en España, ya no cabe más que él o el caos. Fue toda una manifestación y, además, el núcleo mollar de sus intervenciones. Queda claro -estuvo diciendo interminablemente- que sólo hay dos opciones: o Él, con mayúscula, y una fuerza que avance en todos los progresos sociales y humanos imaginables, o unas derechas retrógradas, ultraderecha naturalmente incluida, que nos devuelvan al oscuratismo más sombrío, a ese país que encierra a las mujeres en la cocina y a los homosexuales en el armario. Y, claro, cuando Sánchez hacia estas referencias, entre jocosas y aparentemente dolidas, un personaje homosexual que estaba a mi vera torcía el gesto como diciendo: «No necesitamos esto, no queremos esto». Pero si no lo desean van a tener que aceptarlo porque, entre las promesas de vocación incumplible que Sánchez desgranó en el hemiciclo, anunció una Ley para la Protección del Hecho Homosexual, no se sabe ciertamente en que consistirá tal anuncio.
Sánchez se encontró con Feijóo, un presidente rocoso, preparado, sarcástico más que irónico, que se dedicó a descubrir ante el público en general todas las miserias de su oponente. Por si alguien guarda morriña de un Feijóo más templado, que vaya olvidándose de ella. Feijóo mantiene para sí mismo y para los demás una certeza: que él está por probar en toda España, mientras a Sánchez todos le hemos probado. Él puede hablar de cualquier cosa con la peor de las conductas, por eso dedicó tan escaso tiempo a sus pactos indignos con la peor ralea política de nuestro país. Sánchez apenas dedicó un segundo a defender su genuflexión ante golpistas y terroristas con este débil argumento: es lo que quiere España. Otra mentira descomunal que Feijóo se ocupó mucho de desvelar. El presidente popular arreó zurriagazos sin cuento a un adversario que, en opinión de un politólogo, acusó un tono bajo en su primera intervención, lo que a su juicio revela también que no se cree nada de lo que dice. Su alegato desvergonzado contra las «derechas reaccionarias» suena a verdadero miedo. Él se defiende con las uñas de un desparpajo insolente, chulo la mayoría de las veces. En su ufanía mayéutica debe pensar que se va a desprender de Feijóo y de su partido como lo ha hecho con los agónicos/as de Podemos a los/as que ha destrozado después de haberlos/as utilizado como cobayas. Esto sólo lo hace un idiota, y el adjetivo se queda corto. Empiezan cuatro años, que lo serán, de gobierno de extrema izquierda, sostenido por la peor chatarra política del país, una legislatura que va a responder a la intención del infrascrito de burlar incluso a ese Parlamento lanar que ha formado para asentar leyes habilitantes, al estilo ahora de Maduro y antiguamente del propio Hitler, leyes que le confirmarán como lo que es: un individuo cercano al fascismo.
Y postdata. El comportamiento de la presidenta del Congreso es intolerable. A Feijóo le intentó callar varias veces, tantas como el presidente popular hacia recuento de las mentiras e incumplimientos de su jefe, Pedro Sánchez, y con Abascal, al que le sobra tono desmesurado aunque guarde mil argumentos, se comportó como la criada fiel de su señorito. Vox se fue del Parlamento y eso es una pista más de cómo va a transcurrir esta iniciada legislatura marcada por la capacidad infame de un falsario para mantenerse en el poder contra todas las luces de la decencia.