El fantasma de Lehman Brothers planea sobre la deuda mundial

El fantasma de Lehman Brothers planea sobre la deuda mundial

El décimo aniversario de Lehman Brothers sirve para recordar no sólo el derrumbe de uno de los bancos más renombrados del mundo financiero de Nueva York y del orbe sino para rememorar el histórico y duro crack que supuso la caída de la economía a nivel mundial, sembrando una crisis cuyos efectos han sido devastadores y que todavía hoy en día anida en nuestras vidas. Los viejos fantasmas de aquel 15 de septiembre de 2008, sin embargo y como el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, siguen planeando sobre nuestras cabezas y el más o menos disimulado temor a que una nueva recesión estalle pulula por nuestras mentes.

Las políticas monetarias ultraexpansivas y las condiciones financieras acomodaticias de estos años de la Reserva Federal norteamericana y del Banco Central Europeo, amén de otros bancos centrales, para animar la deprimida economía post Lehman Brothers, han facilitado un auge brutal de la deuda mundial que se calcula actualmente en 211 billones de euros, el 300% del producto interior bruto que genera el mundo, que se cifra en 70 billones de euros. Ese endeudamiento es el montante total de lo que deben Estados, empresas y hogares.

¿Cómo se combatió el crack de 2008? Poniendo paletadas de dinero, billones entre dólares y euros, para rescatar a entidades financieras e insuflar oxígeno monetario en los mercados, dejando a cero los tipos de interés y fomentando el endeudamiento: eran las bazas para socorrer a la alicaída economía occidental y, de retruque, para evitar la caída de las economías emergentes.

Pero la pregunta es: ¿en qué se ha invertido tanto dinero barato? Una gran parte en activos arriesgados, sean créditos o inversiones. Se busca obtener la máxima rentabilidad a la deuda barata y eso a veces entraña invertir con riesgo, por ejemplo, en economías emergentes o en empresas cuya viabilidad está por ver. Sin duda, con el tiempo, uno se percata de que la crisis de 2008 comportó una aleccionadora moraleja: no se supieron analizar los balances ni las cuentas de resultados de empresas y bancos. Ahí radicó una de las causas de aquel crack que cambió la fisonomía económica y financiera del mundo.

La crisis y las posteriores terapias reparadoras han favorecido durante estos últimos años grandes movimientos corporativos y financieros. Enormes empresas y conglomerados concentran buena parte del poder económico y la limpieza de entidades financieras enfermas ha propiciado la creación y concentración de bancos gigantescos.

Se han llevado a cabo operaciones corporativas, fusiones y adquisiciones de grueso calibre financiadas a través de la abundante liquidez existente en el sistema financiero, en las que lucen exuberantes fondos de comercio consecuencia de valoraciones excelsas realizadas y sobre las que se han fundamentado los precios de las transacciones. ¿Valoraciones infladas y precios desorbitados, acaso?

Hoy, indudablemente, los riesgos sistémicos, por ende, son más elevados y ahora cualquier constipado se convertirá en una cruel enfermedad o en una contagiosa epidemia que sacudirá por todos los frentes debido a la globalización. Porque, por añadidura, hay un riesgo amenazante: el crecimiento global se desacelera, los estímulos monetarios fáciles se baten en retirada (tapering) y los tipos de interés (EEUU) van recobrando gradualmente la normalidad.

Hoy, la deuda empresarial se evalúa en más de 70 billones de euros, lo que equivaldría prácticamente al 100% del PIB mundial, y lo más grave es que ha crecido en cerca un 40% desde 2008, cuando se produjo la quiebra de Lehman Brothers.

Gran parte de esa deuda, nominada en dólares y que sube sus tipos de interés, se concentra en economías emergentes, se calcula que en unos 60 billones de euros.

Ahora mismo, se conjugan, pues, dos factores peligrosos para la economía mundial: las elevadas cotas de deuda que llevan a preguntarse si se podrán pagar y de dónde saldrá el dinero, y los déficits públicos, que ponen en jaque a algunos países, como se está viendo.

Entramos, a todo eso, en una nueva y peliaguda etapa marcada por el endurecimiento de las condiciones financieras que complicará el acceso a los mercados: la economía entra en fase de presión y se está desacelerando. Impulsar el crecimiento a base de deuda conlleva un riesgo: se consume hoy, gracias al crédito, y no se consumirá mañana. Esto quizás es lo que estamos viendo en España ahora mismo.

E irrumpe la pregunta: ¿qué pasará si la inflación repunta con fuerza? Cuando la economía se desacelera, los gobiernos han de contar con margen para aumentar el gasto público y reducir impuestos. En España, encadenados al déficit, nada de eso es lo que propone el Gobierno español. Nos estamos metiendo en una encerrona al aplicar justo las recetas contrarias: aumentar gasto público con ligereza y subir los impuestos con dureza. La desaceleración económica sin que se cuadren las cuentas públicas, tal cual ocurre en nuestro país, implica que el coste de la deuda subirá: volverán los temores de 2012 cuando quienes financian la deuda, o sea, los mercados, se fijen en nuestros desequilibrios fiscales. Por tanto, enfilamos carretera de curvas y hay que abrocharse los cinturones de seguridad. ¡Veremos!

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