Este no es el fin del mundo

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En la Radio de los setenta predicaba un cura, jesuíta al parecer, que semana a semana advertía de la próxima acaecida del fin de mundo. Recuerdo la frase con la que un sábado -era su día homilítico- remató su brutal exordio. Avisó con voz cuitada y serena (eso era lo peor) que los oyentes, aparte de conspicuos pecadores, éramos, sobre todo, “unos irresponsables que no se están preparando para lo que se nos viene encima”. Y “encima” era una pléyade de catástrofes, hambruna, enfermedades sin cuento… ¿Para qué seguir? El cura, de nombre y apellido Pedro María Iraolagoitia, naturalmente se murió y digo yo que con la gran frustración de contemplar que su apocalíptico pronóstico había fracasado tanto, por lo menos, como los de la “Vidente Antoñita”, una iluminada que recorría los pueblos del mediterráneo ilustrando a cada quién sobre la fecha de su óbito. La individua cobraba en efectivo hasta que una mala tarde para ella la trincó la voraz y confiscatoria Agencia Tributaria de Montoro (¿quién no tiene una cuenta pendiente con «la ratita»?) le sacó las entretelas y además le puso habitación en Picassent. Por cierto, y antes de que el personal piense que el sobrenombre de “la ratita” se debe a mi escasa imaginación, me veo en la obligación de revelar que el alias se lo colocó un compañero suyo de Gabinete, de los que mandaban en el exterior, que además decía de él: “No hay nadie peor que un ministro de Hacienda con complejo genético de pobre”.

Iraolagoitia presumía de saber que la Humanidad, tan impía ella, no alcanzaría el 2000, por lo que llegado aquel año de salida y entrada, se hubiera solazado con las profecías de muchos augures que notificaban por anticipado, los más, la clausura de nuestras vidas, y los menos -la cosa era de agradecer- múltiples males de todo jaez que nos iba a traer el cambio de siglo. Estos últimos no fueron capaces sin embargo de adelantar el horrible atentado de Atocha de 2004 y, por ende, la avenida al poder del más estulto gobernante que haya sufrido nunca España: José Luis Rodríguez Zapatero. Con tales tragedias, los Nostradamus de guardia se hubieran llenado de contento: “¿Ven ustedes cómo acertamos?”

Ahora los cenizos han rejuvenecido y se han inventado a la niña Gretita, que sin ir más de diez días al colegio, habla como aquel preboste de la II República del que se decía que “era tonto en siete idiomas”, justo los que el hombre farfullaba. Lleva la infanta Gretita más de un año escondida por papá y mamá y por los golfos que se han forrado a costa de las estupideces de la púber, pero, ¡oh casualidad! ha reaparecido en la inane Cumbre del Clima de Glasgow  donde, de hacer caso a los voceros de la Moncloa, sólo ha tenido un rival en acogimiento y popularidad: Pedro Sánchez. En la capital escocesa aterrizaron ambos, la profeta Gretita y su palmero Sánchez, en múltiples aviones -llevaban una semana montados en diversos reactores- no sin antes vomitar desde sus respectivos aparatos toneladas y toneladas de keroseno, el combustible que mantiene el Falcón del aún presidente cercano a los cielos. Gretita y otro que también baila, el oscuro Guterres, un socialista luso que antes de ser elegido secretario general de la ONU casi deja a Portugal en el tinte, predijeron en la capital del güisqui no sé cuántos dramas, vaticinaron que nosotros, asesinos, estábamos matando la Tierra y concluyeron que todo se quedaba en que hacía falta más pasta. Y claro, el único que prometió más de 1.300 millones de euros para el menester, fue el susodicho Sánchez que, ya se sabe, tira con la pólvora del Rey -espero que no le atine- y con la nuestra. Al tiempo que nos rascaba la buchaca sin piedad, anunciaba su torpísimo Escrivá que iba a a meter un manotazo sin precedentes a los pensionistas del país. Lo que siempre han denominado los socialistas un “recorte”. Bestial idea.

Toda esta cuadrilla se ha sumado a los catastrofistas sin fronteras, a los ecologistas de pitiminí y nos han apercibido que, de seguir así, el único cielo blanco que observarán nuestros depauperados nietos, será el del techo del cuarto de baño. El firmamento, lo que se dice el firmamento, sólo será un empíreo, cosa de Dios ¡fíjense! que estará allá por el 2030, cuando culmine la inexistente Agenda de Iglesias y demás patulea, más negro que el porvenir político de la Falange Auténtica o sólo por ser mas cercano, el Ciudadanos de la animosa Arrimadas o del extraviado Edmundo Bal. Claro está que si cualquier infortunado abre la televisión y se encuentra con las postreras, dicen, llamaradas del volcán palmeño, con las cifras, todavía mortales del maldito Covid, con el precio de la luz, con la carestía de gas, con la amenaza de que nos tendremos pronto que aliviar el tafanario con una página impresa de El País, con que vamos a pagar por nuestras pensiones en vez de cobrar por ellas, con la imagen del máximo mandatario mundial, Joe Biden, dormitando en una de las plúmbeas sesiones de Glasgow, o con que un asesino sin control ha matado a un desgraciado niño de ocho años, el desventurado televidente cerrará la emisión, correrá al supermercado a hacer acopio de víveres, también de papel cular (yo tenía una tía que se pasó diez años acumulando botellas de Fontenova por si volvían los rojos) y se aprestará luego a quedarse quietecito en casa a esperar la gran eclosión de un nuevo (y definitivo) diluvio de Noé.

Pero, lectores todos, no es el fin del mundo, no se espanten: todo esto no es más que un negocio como el de aquel vicepresidente USA Al Gore que llenó sus bolsillos gracias a sus embusteras predicciones, como el de la niña Gretita, o como el de los espantos de Sánchez que se arrima a los truenos y a la disolución del planeta porque para bajar la factura de la luz o para que no suba el pan, no tiene una sola receta. Claro está: el sujeto está en la “cogobernanza” (repulsivo palabro) universal. Es nuestro salvador. ¡Agggg!

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