Dejad de contar mentiras, tralará

Populismos
Pablo Iglesias, Íñigo Errejón y otros miembros de Podemos, a las puertas del Congreso de los Diputados (Foto: Getty)

Durante meses y meses y más meses nos dibujaron una España en la que la gente vivía como en Tanzania, en la que Pablo Iglesias era poco menos que el Mesías amén del tío más honrado del mundo, en la que los del PP eran sin excepción una banda de chorizos que habían destrozado el Estado del Bienestar y en la que la mayoría de la ciudadanía era de izquierdas e independentista en Cataluña, Galicia, Baleares, País Vasco, Baleares y Comunidad Valenciana. Meses, meses y más meses en los que nos presentaron como lo más normal del mundo una anormalidad llamada Podemos. Una formación política cuyos líderes eran amigos de ETA y sus satélites; un partido al que financia una dictadura con guayabera (Venezuela) y otra con niqab (Irán); un partido plagado de afectos a una ideología que tanto daño ha hecho en la historia de la humanidad, el comunismo; un partido dirigido por okupas e indocumentados y ágrafos; un partido que quiere restringir la libertad privada, controlar los medios y meter en la cárcel al contrario (Monedero dixit).

El domingo por la noche nos levantamos de esa pesadilla que nos hacían confundir con la realidad. Tenemos problemas, pero España no es Tanzania, Pablo Iglesias no sería nadie sin el silencio cómplice y el aplauso permanente de la mayor parte de los medios y el PP es cierto que está infestado por el virus de la corrupción pero no lo es menos que sus cantidades son notablemente inferiores a los 850 kilazos de los ERE, los 2.000 de los cursos de formación y los más de 3.000 trincados por el recordman europeo en esta disciplina, Jordi Pujol Soley. Y cualitativa que no cuantitativamente, es decir teniendo en cuenta el tiempo gobernado y el poder acumulado, Bárcenas y cía son unos aprendices al lado de Pablo y sus chic@s.

Nos construyeron y nos metieron en vena un imaginario colectivo en el que Podemos era la fuerza mayoritaria y Pablemos el nuevo Felipe (el del 82), en el que cualquier trapacería de esta banda era mentira y en el que cuando les sacabas los colores te contestaban como al cornudo cuando se encuentra con la mujer en el catre (o viceversa) dándole que te pego, «no es lo que te imaginas, estábamos midiendo la resistencia de la cama». Nos intentaban lavar el cerebro con un mantra, el de que aquí hay casi un 30% de pobres, que nos repetían tanto y por tantos lados que se nos llegó a antojar un dogma de fe. Y empleaban la misma táctica sectaria para desmontar unos guarismos de crecimiento brutales, 3,4% anual, y unas estadísticas del mercado de trabajo que al fin están revirtiendo el desastre zapateriano a ritmos supersónicos.

Algunos estaban tan crecidos e iban tan sobrados que llegaron a pensar que era inexorable la frase goebbelsiana: «Una mentira repetida mil veces se acaba convirtiendo en verdad». El único tipo del que se fiaba el innombrable asesino de masas mantenía que lo de la propaganda funcionaba con la precisión de un coche alemán, entre otras cosas, porque lo comprobaba en su propio dormitorio. Su mujer, Magda, la que le ayudó a asesinar a sus seis hijos antes de suicidarse en el búnker berlinés, lo pudo escribir con letras más grandes pero no más claro: «Amo a mi marido, pero mi amor por Hitler es más fuerte. Por él estaría dispuesta a dar mi vida. Sólo cuando tuve claro que el führer no podía amar a ninguna mujer, sino únicamente a Alemania, acepté el matrimonio con el doctor Goebbels. Así podía estar más cerca de él». Realmente, no se puede estar más pirada.

Algunos, víctimas de su ensimismamiento, pensaron que se podía engañar a todos todo el tiempo. Sospechaban que el infantilismo colectivo que permitió el surgimiento y la longevidad del nazismo, el franquismo, el maoísmo o el estalinismo pervive. Olvidaban que con tanta tele, tanto periódico, tanta radio, tanta red social y con ese universo infinito que es Google la frase rooseveltiana cobra más virtualidad que nunca: «Se puede engañar a todos un poco de tiempo, a unos pocos todo el tiempo, pero es imposible engañar a todos todo el tiempo». Antes podías teledirigir la realidad en un sentido u otro con notable éxito y durante mucho tiempo. Cuando había una tele, una radio y un periódico era coser y cantar. Incluso con unas pocas teles, unos pocos periódicos y unas pocas radios porque la publicidad institucional obraba milagros. Ahora es física y metafísicamente imposible poner puertas al campo.

Ni siquiera lograron que las mil y un corruptelas les salieran gratis a los podemitas. Unos las descalificaban a sabiendas de que eran verdad. Otros sencillamente las ignoraban para no estropear el asalto a los cielos. Pero todos sabían que decíamos la verdad. Y, sobre todo, lo sabían quienes lo tienen que saber, los titulares de ese sacrosanto derecho que es el derecho a saber: los ciudadanos. Si Pablo, Íñigo, Echenique, Bescansa y el sinvergüenza fiscal de Monedero quieren determinar una de las dos grandes causas de la sangría de votos que miren a Venezuela y a Irán. Por mucho que les ayuden algunos jueces, la gente antepone la decencia a la ideología. Y eso se ha traducido en 1,1 millones de votos menos.

La vida también fue un sueño para los encuestadores. La realidad que nos fabricaron contaminó a las mismísimas empresas demoscópicas que de media se equivocaron entre 15 y 26 escaños con el PP y que aseguraron un sorpasso que sólo existía en sus calenturientas mentes y en sus rebosantes butxacas. Sólo NC Report, la encargada de los sondeos para La Razón, estuvo cerca, muy cerca, al pronosticar 131 diputados para la lista de Rajoy.

Sólo el tantas veces denostado Pedro Arriola adivinó por dónde iban los tiros. En febrero y marzo de este mismo año, cuando los almendros ya estaban en flor, convenció a su jefe de que forzase la repetición electoral y repitiera como candidato porque iba a sacar «un millón de votos más». Su lectura se ha cumplido a rajatabla: «Mariano, muchos de los nuestros se fueron a la abstención el 20-D por nuestros incumplimientos en materia fiscal y antiterrorista y por la corrupción. Ahora podemos recuperar a buena parte de ellos y a un número significativo de los que se pasaron a Ciudadanos». «Hay que apelar al voto útil con la excusa de que puede llegar Podemos al poder», apostilló el sabio en la sombra.

Rajoy, un tipo cero envarado que hace caso a los que saben en materias en las que es un lego, se aplicó el cuento sin pestañear y Jorge Moragas lo implementó con brillantez sin apartarse un milímetro del guión pese a la cascada de encuestas negativas. No olvidó la máxima churchilliana: «Cuando se medita y se toma una decisión hay que llevarla hasta sus últimas consecuencias». El nivel de eficacia no merece mayor comentario porque se comenta por sí solo: casi 700.000 españoles dejaron la comodidad del sofá para volver al PP cual hijo pródigo o cambiaron la papeleta naranja por la azul.

Todos menos el gurú Arriola olvidaron una pequeña gran obviedad. Que España continúa siendo el país moderado que era hace 30 años, hace 20 e incluso hace 10 en la edad dorada del zapaterismo. Que las elecciones se ganan tirando al centro y no por lo extremos. Que las imposturas tienen las patas muy cortas. Y que el bipartidismo imperfecto sigue vivo y que, salvo que la situación económica empeore, que no parece, volverá por sus fueros. España no era como nos la contaron, es como es. Ése fue el gran fallo y la gran falla de Pablemos y de su legión de corifeos. Ahora están con el cuento del pucherazo. Lo peor de todo no es que mientan. No. Lo más cabreante es que tomen a Juan Español por gilipollas, en definitiva, que insulten tan desvergonzadamente a nuestra inteligencia. ¡Joder, Pablito, que ya no cuela! Si no coló que eras socialdemócrata, cómo va a colar que te han tangado las elecciones. O a lo mejor es que en esto también nos quieres hacer creer que somos Venezuela.

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