Esa es la cuestión: la tolerancia y el respeto
España es un país del que sentirse orgulloso. Donde los representantes públicos deben estar para trabajar por su prosperidad, no para quebrantar la ley. Felipe VI lo ha dejado claro en su discurso. Es mucho más lo que nos une que lo que nos separa y sobre esa base de tolerancia y convivencia hay que construir, más ahora que un grupo de inconscientes ha tratado de romper el país en dos con estrategias que recuerdan a algunas de las páginas más negras del aún cercano siglo XX. El monarca ha hecho repaso de los últimos 40 años de España para reivindicar los logros del país. Nuestra mejor época como nación, la más próspera y pacífica. Demostración de que somos una sociedad que sabe reinventarse y crecer ante las adversidades. No es baladí que el jefe del Estado haya citado también el golpe de Estado del 23-F como paradigma de lo que no puede volver a suceder. Nuestra madurez social, política e institucional ha de estar por encima de cualquier chantaje. Los españoles no podemos permitir que unos pocos se adueñen de la vida y de la voluntad de la mayoría. Además de la importancia inherente que tiene la efeméride del 23-F, posee más importancia aún por lo que hemos vivido en Cataluña. Un golpe contra la legalidad vigente que, como bien ha apuntado el Rey, es el principio máximo que nos rige.
De ahí que la Constitución haya estado presente, de manera implícita y explícita, desde el principio hasta el final de su alocución. La máxima norma que nos rige debe prevalecer, y prevalecerá, porque es la única manera de mantener los principios de derechos, obligaciones y respeto civil que desde hace cuatro décadas nos dimos todos los españoles. Unas normas que, además, están respaldadas por la Unión Europea. Los líderes de las principales potencias continentales, también los representantes comunitarios en Bruselas, han dejado claro que el único camino posible de Cataluña es junto a España, y viceversa. Algo que no sólo es un discurso político, sino también económico y social. En un mundo global como el que habitamos, la ruptura es sinónimo de fracaso, ruina y necedad. La que ha caracterizado, por otra parte, al huido Carles Puigdemont y sus acólitos.
Resulta fútil, además de rancio y ajeno a la realidad imperante, tratar de levantar nuevas fronteras, más aún si es a costa de violar sistemáticamente la legalidad vigente, ya que en ese caso, además de irresponsable, es intolerable. De ahí que Felipe VI haya incidido con acierto en el concepto «unión». Unión como comunidad autónoma — la catalana— unión como país —España— y unión como sociedad en común — Unión Europea—. Unión, en definitiva, contra los que quieren separar, romper y disgregar. Irresponsables a los que no les importa el «bien común», como ha señalado el Rey, sino asegurar su propio bienestar aunque sea a base de un dislate que ya ha provocado la huida de más de 3.000 empresas y una incertidumbre que amenaza con dañar esa economía que con tanto esfuerzo por parte de todos ha vuelto a ser referencia y envidia en toda Europa. Ahora que acaba el año, lo más importante es recordar que la ley está por encima de cualquier ambición individual y que esa ley ha de ser inflexible con aquéllos que pretendan imponer su voluntad a una mayoría que sólo quiere vivir en paz y tener la mejor vida que su esfuerzo y trabajo le permitan.