Érase una vez una infanta enamorada

Érase una vez una infanta enamorada
Érase una vez una infanta enamorada

Les voy a contar una historia de extraño discurso, que puede terminar en aullidos inhumanos, o no. Ni yo misma sé cómo va a concluir, porque mi pulso acelerado baraja y reparte, reflexiona y escoge sin avisarme previamente. Resulta que hubo un rey una vez que tuvo tres hijos con una princesa griega. El reinado de aquel hombre tocó las más altas cotas de la gloria celestial, disfrutando él y su familia de unos años espléndidos, en los que la melodía de fondo era una creciente prosperidad en el país que los acogía, que se asociaba a su imagen de familia modélica y feliz.

La princesa griega, entonces ya reina de otro país, desarrollaba su labor de una manera ejemplar. Siempre impecable en sus actos y aspecto, sin llamar nunca la atención por absolutamente nada que no fuera su enorme discreción, adoraba a sus tres hijos, a los que criaba con mimos y cariños, quizás excesivos. Ya saben cómo va esto de la educación: los padres suelen dar a sus hijos en exceso aquello de lo que ellos han carecido. No todos, por supuesto. Lo ideal es que los complejos, fobias e ilusiones personales sean eso: personales e intransferibles. Pero entre lo ideal y lo real suele haber un abismo; y si encima lo real va parejo a la otra acepción del adjetivo en torno a la que gira esta historia, pues imagínense.

Los tres hijos iban creciendo y formándose acorde a lo que se les iba a solicitar en el futuro. Eran dos chicas y un chico, destinado a heredar la corona paterna. Durante su primera juventud los focos mediáticos los buscaban de forma constante y siempre encontraban a unos jóvenes amables, con francas sonrisas y cierta picaresca más o menos conseguida, que emulaba la gracia natural de su padre, el rey. Con un porte espectacular, el benjamín era uno de los herederos al trono más atractivo del mundo. Sin embargo, frente a esa imagen de felicidad contagiosa, de sana y natural deportividad y de una armonía general envidiable, se gestaban otros hilos tan conocidos como inevitables.

“De casta le viene al galgo” es un buen refrán para definir la idea que trato ahora de exponer. De manera constante y incesante, la historia de España está llena de enaguas de lazos arrancados a mordiscos, con hilos sueltos y mucho, mucho revuelo de volantes. ¿Qué motivo habría en la segunda mitad del siglo XX, una de las épocas de mayor libertad, creatividad, prosperidad y permisividad de toda la contemporaneidad, para que aquel rey -nada más y nada menos que de la estirpe Borbón- censurase sus caprichos y antojos personales que consideraba eran del calibre correspondiente a sus derechos y deberes? ¿Acaso la fidelidad era uno de los requisitos a cumplir? ¿Como qué rey precedente? ¿Quizás el marido de Isabel II que llevaba más puntillas que ella en la noche de bodas? Sin embargo, y habiendo actuado aquel rey de acuerdo a sus deseos y a lo que la historia le había enseñado que era lícito para su condición, su comportamiento marcó irreversiblemente el camino sentimental de sus hijos.

Aquella época no era como la anterior, en la que los matrimonios eran fundamentalmente por conveniencia. Éstos se basaban ahora en el amor, origen éste de la inmensa avalancha de separaciones y divorcios que vino detrás, porque ¿cuánto dura ese amor que se supone que lleva a uno al altar “por amor”? ¿Es un amor vinculado al deseo sexual? ¿Hay algún proyecto vital detrás que sustente toda la difícil estructura que entraña el formar una familia? Para empezar, habría que decir a los jóvenes que casarse y formar una familia no es una obligación, es una opción. Esto les aliviaría y les haría plantearse el dar ese paso con mayor responsabilidad. En el caso que aquí nos ocupa, aquellos tres hijos vivieron el dolor y la soledad de una madre abnegada, ninguneada y ¡extranjera!, en una época en la que la mujer ya no estaba ni educada ni dispuesta a soportar. La consecuencia de aquel contraste, que vivieron como un verdadero anacronismo, es que los tres tuvieron claro que sus matrimonios serían por amor, y punto.

Resultados: la primogénita se casó con un señor con cierto encanto que -hay que reconocerlo- nos regaló durante unos años a la infanta mejor vestida de todo el siglo XX, que fascinaba al mundo entero; así que sólo por eso ¡gracias, Jaime! La segunda se casó, enamoradísima, de un deportista de estupenda planta y percha. Con una seguridad desbordante, su cruzada mirada azul, no terminaba de gustar a su suegro, el rey; pero la decisión era irrevocable. Fue aquel un modélico matrimonio feliz que terminó con el cabeza de familia en la cárcel por estafador, con infidelidades aireadas a los cuatro vientos y una infanta cada vez más agriada y triste. El pequeño, rey de aquel país, se casó con una mujer de armas tomar, lista como un águila, que dominaba absolutamente todo antes de ni siquiera asomarse por la puerta. El benjamín accedió a ser dominado y prefirió el confort del alma a las directrices de su padre, que le invitaba a repetir su modelo marital.

Llegados a este punto, cabe preguntarse ¿qué es mejor? ¿Cumplir el protocolo y establecer lazos maritales basados en una mínima y obligada atracción, pero fundamentalmente sostenidos en otros acuerdos vinculados al raciocinio, o tirarse a las pasiones del amor sin más y dejarse llevar por la corriente, acabe donde acabe?

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