El divorcio de doña Cristina devuelve a su rostro la sonrisa
La infanta Cristina parece haber despejado de su vida la incertidumbre sobre su futuro: sabe que a partir de ahora tendrá que afrontar su existencia sin la sombra de un marido que no supo corresponder a sus sentimientos de entrega absoluta a una vida familiar que, en los primeros años de convivencia, parecía ser encantadoramente modélica. La imagen que proyectaron era idílica, en cada ocasión que la Infanta daba a luz a un nuevo miembro de los Urdangarin Borbón, los periodistas nos quedábamos fascinados por las declaraciones del padre de familia que aprovechaba la ocasión para derrochar elogios hacia su cónyuge, la hija menor de los reyes Juan Carlos y Sofía.
Los hijos, tres chicos y una chica, eran guapos, rubios y bien educados, Sus padres supieron crear un núcleo que parecía indisoluble alrededor de ellos y que todos sus integrantes contribuyeron a dar una imagen de familia feliz: la relación paterno filial funcionaba y la confianza entre ellos era un auténtico valor de ley que cohesionaba los principios que regían la vida familiar. La infanta Cristina, la más independiente de toda la familia, la mujer que quería desarrollar sus inquietudes profesionales por su cuenta, que se fue a vivir a Barcelona para buscar su propio camino independiente, al margen de sus obligaciones como miembro de la Familia Real, cumplió, o tan sólo creyó cumplir, sus aspiraciones. Se casó muy enamorada, tenía un trabajo que le llenaba, estaba satisfecha con su planteamiento de vida, tenía una familia preciosa, un marido al que adoraba y del que sentía ser correspondida. Su rostro reflejó durante muchos años su alegría, su orgullo por haber conseguido sus aspiraciones, su satisfacción plena por como iban desarrollándose los acontecimientos profesionales y vitales.
Todo eso desapareció cuando surgió y se tuvo conocimiento del caso Nóos, cuando empezaron las investigaciones judiciales que demostraron el comportamiento irregular de su marido, la utilización de su posición de yerno del rey Juan Carlos para enriquecerse y todo lo que vino después. Y aunque en esos tiempos la preocupación borró la alegría de su cara, no desapareció la firmeza para apoyar el que ella siempre creyó comportamiento inocente de su marido a pesas de las evidencias que demostraban todo lo contrario. La Infanta Cristina tuvo que pagar un altísimo precio por esa defensa a ultranza de Iñaki de cara a la sociedad, a su propia familia, que le pidió que se separara del padre de sus hijos, a montones de amigos y conocidos. Ella se puso frente a todos, a pesar de lo que perdía, para demostrar su apoyo incondicional a su marido. Lealtad inquebrantable la demostrada por la Infanta durante muchos años hacia una persona que, al final, ha demostrado que no se la merecía.
La separación tras unas fotos que mostraron públicamente la conducta desleal e infiel de Urdangarin fue casi inmediata. Doña Cristina tardó en recuperarse de un golpe que ella no esperaba. Dos años duró esa etapa oscura en la que las sombras dieron una expresión de pesar a la cara de la hermana del rey Felipe. Ahora, dos meses después de haber firmado el divorcio, las imágenes publicadas en los medios parecen reflejar otra imagen bien distinta de la infanta: la de una mujer que ha recuperado su independencia y que da la impresión de estar totalmente preparada para seguir adelante con su vida. Cerca de sus hijos pero dejándoles que vuelen por su cuenta, sin que nunca les falte el apoyo que necesiten.